Frank Dikötter sobre la revolución comunista en China: «La tragedia de la liberación»

El historiador holandés y profesor de la Universidad de Hong Kong, Frank Dikötter, presenta el segundo volumen de su notable Trilogía del Pueblo. Ya reseñamos en estas páginas el primero: La gran hambruna en la China de Mao (1958-1962), también con un cuidado trabajo en Acantilado con el mismo traductor (https://bit.ly/2BHOfru). Este segundo volumen, asimismo excelente, se ocupa del período inmediatamente anterior, es decir, la etapa en la que los comunistas ganan la guerra a los nacionalistas de Chiang Kai-shek, ocupan el poder y empiezan a gobernar.

Dos aspectos quedan claros: Mao Zedong y los suyos eran anticapitalistas desde mucho antes de su victoria, y la violencia contra la población no empezó cuando afianzaron su poder en Pekín, sino desde el momento en que accedieron al mismo. De ahí la pista que da el libro en su título: la liberación fue, efectivamente, una tragedia. No se pinta al régimen nacionalista del color de rosa, al contrario, pero el comunismo significó en China, como en otros países, un salto cualitativo en el terror.

El propio Mao Zedong expuso cuál era su objetivo: “un Estado socialista grande y espléndido…El Partido Comunista de la Unión Soviética es nuestro mejor maestro y debemos aprender de él”. Y la principal fortaleza a batir también estaba clara: la propiedad privada, empezando por el campo: “sin la socialización de la agricultura, no puede haber socialismo completo ni consolidado”.

En realidad, no puede haber comunismo sin una combinación letal de odio, mentira y violencia. Y la hubo en China desde el principio. La propaganda insistió en la lucha de clases, clave del comunismo, y que descansa en dos fundamentos, el moral, que es la envidia, y el económico, que es la suma cero. El primero es tan cierto como inconfesable, y por ello los comunistas insisten siempre en el segundo, a saber, el disparate conforme al cual la pobreza es ocasionada por la riqueza, una culpabilización que servía para justificar cualquier agresión no solo contra los ricos sino contra cualquier propietario, agricultor, comerciante, empresario, profesional, funcionario, intelectual, etc.

La propaganda alcanzó cotas de enorme histeria cuando Mao arrastró a su país a la guerra de Corea, donde proliferó la acusación contra EE UU de emplear armas bacteriológicas en  China, algo que finalmente los propios comunistas admitieron que era una burda campaña organizada por el Gobierno de Pekín.

Las libertades económicas y las políticas fueron recortadas a la vez a una población que pronto perdió las ilusiones que había tenido en los primeros tiempos de la gestión del llamado Gran Timonel —fue descarado el culto a la personalidad de Mao. Esas ilusiones se esfumaron a medida que los recortes a la propiedad privada y el mercado desencadenaron su habitual resultado de pobreza y hambre, y se vieron acompañados de crecientes ataques contra las libertades civiles y políticas. Mao dijo la verdad en 1955: “el socialismo necesita una dictadura: no funcionará sin ella”.

Y dictadura es lo que han padecido todos los pueblos bajo el comunismo. China no solo no fue una excepción sino que acentuó la regla. Los relatos de la represión —en especial el capítulo 12: “El gulag”— son escalofriantes. Y conviene que recordemos cuántas veces hemos visto imágenes bárbaras del nazismo y qué pocas hemos visto del socialismo real.

Todas las lacras del comunismo se dieron cita en China, no solo los asesinatos masivos. La corrupción, por ejemplo, o el machismo, o el racismo. Al revés de lo que pregona, el socialismo, en vez de al progreso, conduce al atraso en todos los ámbitos, y China no regresó solo al feudalismo y la servidumbre, sino a la esclavitud de millones de infelices en mortíferos campos de trabajo.

Los comunistas controlaron la vida y costumbres de la gente hasta extremos increíbles: “El régimen prohibió el jazz por completo y lo censuró por degenerado, decadente y burgués”. Se aplicó allí también una vieja regularidad totalitaria: la persecución de las religiones, en este caso no solo las judeocristianas sino también las musulmanas. El pensamiento libre fue considerado un peligroso enemigo, y se organizaron quemas de libros a gran escala. Los comunistas se afanaron en quebrar lo que Schumpeter llamaba las “fortalezas privadas” que median entre el individuo y el poder; Dikötter concluye: “la mayoría de la gente corriente quedó cada vez más indefensa, porque apenas tenía medio alguno para protegerse del Estado”

La muerte de Stalin en 1953, el llamado “discurso secreto” de Nikita Jrushchov en 1956, denunciando los crímenes de su régimen, y los conatos de rebeldía en Hungría y Polonia, impactaron en la dictadura china y pillaron a Mao desprevenido. Pero reaccionó con su habitual destreza, se disfrazó de liberal y lanzó su famosa consigna, pidiéndole al partido “que cien flores florezcan, que cien escuelas compitan”. Muchos ingenuos le creyeron y empezaron a surgir críticas a la tiranía. Mao dejó pasar un tiempo, y a continuación lanzó una nueva campaña de purga contra los “derechistas”.

El resultado del socialismo en esta primera etapa de la revolución china fueron unos cinco millones de víctimas. Y, como se vería poco después, el futuro sería aún peor. La primera década comunista, que describe con destreza Frank Dikötter, golpeó repetida y cruelmente al pueblo. Lo preparó así para el quinquenio posterior a 1958, que llevó al anticapitalismo a su apogeo, y al menos a 45 millones de trabajadores a la muerte.