Este libro [Economistas, políticos y otros animales] en realidad son dos. Por un lado, es una diestra defensa de la socialdemocracia más moderada, o del llamado socialismo centrista, nórdico o incluso liberal. Por otro lado, es un bosquejo biográfico en el que Miguel Ángel Fernández Ordóñez procura reivindicar su gestión al frente del Banco de España y ajustar cuentas con el Gobierno del PP, muy particularmente con Luis de Guindos.
Esto último es lo que tiene más morbo político y periodístico, pero menos enjundia, y atufa a autojustificación, así que despachémoslo rápidamente. El autor insiste en que lo que estuvo realmente mal fue la gestión del PP, que hundió la confianza y terminó en el rescate. Este insuficiente argumento recorre todo el libro, que llega a incurrir en el truco retórico pueril de llamar “derecha” al PP pero “centroizquierda” al PSOE. Salva en toda ocasión al Banco de España: si lo hizo mal fue porque hizo lo mismo que todo el mundo; de hecho si el PP hace algo bien es porque facilita su labor. Defiende también a los demás bancos centrales y reguladores, y no subraya su responsabilidad en la gestación e hipertrofia de la burbuja. Sostiene la fantasía convencional de que Lehman, ese gran pañuelo de Desdémona, probó que el intervencionismo era imprescindible para impedir la hecatombe, y reitera la gran ficción de que antes del estallido de la crisis imperaba en la banca el laissez-faire, nada menos.
Más interesante es el apoyo del autor a lo que llama la democracia ilustrada o Segunda Ilustración, que gira en torno a un marco institucional estable en el que cuenten más las políticas que los políticos, donde las medidas sean más estudiadas y debatidas, y donde se acuda a los expertos y a los ejemplos mejores de otros países. La noción de una Administración eficaz, independiente de los vaivenes partidistas y no arbitraria es muy atractiva; asimismo, entronca con el criterio liberal básico de la seguridad jurídica y el marco institucional propicio para el funcionamiento óptimo de los mercados y el logro de las mayores cotas de empleo y prosperidad.
Fernández Ordóñez hace gala de su antigua valentía a la hora de pisar charcos y apartarse de tópicos del pensamiento único antiliberal. Así, critica el AVE, el salario mínimo, el cheque bebé, la hipertrofia de los “derechos” y el engendro fascistoide del Consejo de la Competitividad, dislates populistas en los que se han lucido tanto el PP como su propio partido, el PSOE.
¿Estamos, como dicen sus enemigos más acerbos dentro de la izquierda, antes un infiltrado liberal en el PSOE? Nada de eso, estamos ante un socialista, que cree en un gran Estado redistribuidor y anhela que en España la opresión fiscal se equipare a la de los países nórdicos. Sigue el lema de Bad Godesberg: “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”, que identifican con el liberalismo muchos que no se han parado a leerlo con atención: la coacción resulta necesaria y la libertad apenas posible.
La clave de la libertad, que no es la forma del poder sino sus límites, queda difuminada en este libro de Miguel Ángel Fernández Ordóñez. Según él, lo que cuenta es un Estado eficiente y democrático, como si ello le impusiera algún freno exógeno apreciable a su propia expansión en desmedro de los derechos individuales. Es la vieja tradición de mezclar ingredientes contradictorios, que lo lleva a defender el mercado pero a la vez el mayor gasto público en un marco bastante deficiente a la hora de analizar el Estado en cuestión. Parece que el problema se resuelve mediante los atajos convencionales de los fallos del mercado, como si justificaran la coacción per se, y el salto sobre las complejidades de la elección colectiva que nos sitúa en equívocos paraísos: “todos podemos mejorar con algunos impuestos”. El autor, que expulsa a los liberales al mundo de la utopía, no percibe que en la realidad lo que sucede es lo contrario: que algunos pueden mejorar con todos los impuestos.
Es sugerente su recurso a la Ilustración, que bendice como ejemplo de modernidad y libertad: llega a contrastarla con el franquismo. Pero no está claro de qué Ilustración habla. Por un lado, acierta rehuyendo del romanticismo, una raíz de los totalitarismos, pero por otro lado, y aunque cita a Jovellanos, Bastiat y Alberdi, su libro no está imbuido del recelo ante la razón que caracterizó a la Ilustración liberal, la escocesa. Más bien, al contrario, su respaldo al gran Estado redistribuidor y eficiente apunta a la otra Ilustración, la continental, plena de la arrogancia racionalista que ha caracterizado siempre al socialismo, sea el carnívoro, sea el que Miguel Ángel Fernández Ordóñez, y esto le honra, claramente secunda: el vegetariano.