Hace ocho años reseñé el libro anterior, y muy exitoso, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, destacados profesores, respectivamente, del MIT y la Universidad de Chicago: Por qué fracasan los países, también en Deusto (https://bit.ly/4h5PdzX). Se trataba de una defensa económica e institucional del Estado moderno, democrático, oneroso y redistribuidor. Objeté entonces que no es evidente que los Estados enriquezcan a los países, porque cabe postular la conjetura inversa, y que la libertad padece con la expansión del poder. Ahora regresan con este extenso y documentado volumen [El pasillo estrecho, Deusto], que aborda precisamente la cuestión de la libertad, y cuyo planteamiento resumen así los autores: “para que la libertad surja y florezca, tanto el Estado como la sociedad deben ser fuertes”.
Si en un extremo están los Estados despóticos del Leviatán desatado, inevitables generadores de miedo y represión, en el otro extremo esta el Leviatán ausente, un escenario de anarquía y violencia. Entre ambos se abre “un pasillo estrecho hacia la libertad”, en el cual Estado y sociedad cooperan en busca de un equilibrio. El Estado en ese pasillo es un “Leviatán encadenado”, sujeto a la opinión de la gente.
Parece razonable argumentar que el Estado tiránico de los comunistas o los nazis constituye un extremo indeseable. Más dudoso, en cambio, es establecer una analogía entre sus vicios y los del Leviatán ausente. Para Acemoglu y Robinson en cualquier escenario sin los grandes Estados democráticos actuales la libertad es imposible, porque se impone la “jaula de normas”, que identifican con brujería, opresión y atraso.
Aún menos convincente es la imagen a la que recurren para solventar el principal problema del libro, a saber, cómo demostrar que un Estado gravoso protege la libertad. Esa imagen es la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas: para que los ciudadanos no seamos siervos del Estado, su poder y el de la sociedad han de correr para mantenerse equilibrados en el mismo sitio, sin que ninguno prevalezca. El equilibrio sostiene la libertad gracias a una sociedad “asertiva y movilizada capaz de resistir ante el poder del Estado y de encadenar a sus élites políticas”.
El libro no termina de explicar su tesis, ni de reconocer la posibilidad de que el Estado democrático y “equilibrado” no proteja a la gente sino que la sojuzgue. Apuntó Joseph C. Sternberg en el Wall Street Journal que Acemoglu y Robinson abominan a Donald Trump, sin considerar que igual sus votantes rechazaron, entre otras cosas, precisamente ese Estado creciente que, contra el razonamiento del libro, juzgan una amenaza.
Docenas de casos interesantes desfilan ante el lector, muchos de ellos conocidos, y algunos mejor ponderados que otros: por ejemplo, es más acertado el diagnóstico de la corrupción del populismo kirchnerista en la Argentina que el de la situación de Guatemala, que concede demasiado crédito a una cuestionada Rigoberta Menchú.
Pero la clave trasciende los casos y las preferencias. Digamos, para Acemoglu y Robinson son buenos Franklin Roosevelt y Lyndon Johnson, mientras que son malos Ronald Reagan y Trump. Sobre gustos no hay disputa. El asunto es cómo asociar su defensa de la libertad a una vidriosa noción de un Leviatán virtuosamente encadenado, pero que no para de romper sus cadenas y crecer. Los autores respaldan la subida de impuestos y del gasto público, sin preguntarse si acaso pueden conspirar contra la libertad de quienes son obligados a pagarlos.
Randall G. Holcombe criticó en Public Choice la confusión de las categorías del libro: ¿qué significa “poder de la sociedad”? Otra forma de ver esa indefinición es como un ingrediente imprescindible para que los autores eludan abordar la característica fundamental de la libertad, a saber, que no depende de la forma del poder, sino de sus límites.