Este trabajo [Carl Dahlström y Víctor Lapuente, Organizando el Leviatán, Deusto] se plantea demostrar, como reza su subtítulo, “por qué el equilibrio entre políticos y burócratas mejora los gobiernos”. Y lo demuestra.
Carl Dahlström y Víctor Lapuente, profesores de la Universidad de Gotemburgo, no creen que los burócratas sean mejores que los políticos o al revés: cada grupo será bueno o malo “dependiendo de la estructura organizativa en la que operan”. Y en esa estructura la clave son los incentivos, no las reglas: “un número mayor de leyes regulando la función pública no parece tener un efecto significativo en el freno a la corrupción”. En dichos incentivos lo fundamental es la separación de las carreras de los políticos y los burócratas.
Nuestro país es un ejemplo de lo contrario, porque aquí “los funcionarios gozan de numerosas oportunidades para colonizar las capas políticas del gobierno”. Véanse los muchos altos funcionarios que había en el Gobierno de Mariano Rajoy, empezando por él mismo: “la consecuencia de tener una burocracia muy politizada y una política muy burocratizada es la falta de incentivos para que los burócratas y los políticos se vigilen unos a otros”.
La evidencia empírica que aportan los autores demuestra que si los intereses y las carreras profesionales de ambos grupos están separados, entonces hay menos corrupción, menos derroche y más calidad en la gestión del sector público. Otro tanto sucede con las reformas: “es más probable que se implementen donde existe una relativa separación entre quienes se benefician de las reformas (los políticos) y aquellos que gestionan el sector público (los burócratas)”. En el sur de Europa se reforma poco porque “no hay motivos para que los empleados públicos confíen en sus gestores, como sucede España”.
Dahlström y Lapuente ponen especial énfasis en refutar las ventajas de las burocracias weberianas cerradas, donde los funcionarios están (relativamente) protegidos de la influencia política, como en España, Francia o Japón. No parecen ser satisfactorias, ni en corrupción, ni en eficacia, ni en reformas. Funcionan mejor los países nórdicos y también los anglosajones, como el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
Esta mejor organización del Leviatán no se debe, como hemos dicho, a reglas, leyes o restricciones constitucionales, sino a una organización profesional distinta, donde los burócratas son contratados por méritos y no rinden cuentas ante sus jefes políticos: de hecho, pueden denunciarlos sin que sus carreras peligren. Nótese que todo depende de la separación de las carreras y no de las tareas, como en la tradición napoleónica: “aislar a los políticos y a los burócratas puede de hecho evitar, en lugar de facilitar, que los cargos públicos tengan capacidad para vigilar a los políticos y viceversa”. La tesis de que políticos y burócratas han de trabajar juntos pero no revueltos parece demostrada: en ese caso los Gobiernos funcionan mejor.
Pero los profesores Dahlström y Lapuente proclaman: “El buen gobierno es crucial para sostener sociedades ricas, igualitarias, sanas y felices”. Hablan de gobierno bueno, no pequeño. No insisten en la libertad —señalan que su modelo sería un freno más eficaz contra la tiranía de la mayoría que una Constitución. Ahora pensemos que el ideal de este libro se concreta mañana. Hay democracia, los burócratas son honrados y los políticos también. El Leviatán ha sido reorganizado. ¿Qué garantías hay de que no viole nuestros derechos y libertades incluso más que ahora? Ninguna. Pero, eso sí, su honestidad y eficacia lo dotarán de una gran legitimidad y tenderán a desactivar cualquier intento de contenerlo. ¿Por qué habría de limitarse, si es tan bueno? Si esto que ambicionan los autores no es el ogro filantrópico, que venga don Octavio y lo vea.