Aramberri y China

A menudo se define la historia de China tras la muerte de Mao Zedong en términos de dos rupturas: la de Deng Xiaoping y más recientemente la de Xi Jinping. Pero el autor de este libro [La China de Xi Jinping] subraya la continuidad: “Mis opiniones se llevan mal con el optimismo indiscriminado que en Europa y Estados Unidos ha despertado el meteórico avance económico de China”.

El sociólogo Julio Aramberri, que conoce y ha profesado en China, nos presenta un texto documentado y bien redactado. A pesar de algunas debilidades en sus análisis económicos, plantea con destreza una polémica tesis: la apertura de los políticos chinos no ha cuestionado nunca los fundamentos del poder del Partido Comunista Chino, y por tanto no cabe esperar que la dictadura evolucione pronto hacia la democracia y la libertad.

Empieza su relato con la gestión de Mao, “discípulo aventajado de Stalin”, y las terribles matanzas que perpetró —se apoya en obras como la de Frank Dikötter que reseñé aquí el año pasado (https://bit.ly/2UwjJYV). Matiza seguidamente el cambio asociado a Deng de finales de los setenta: no fue algo impuesto desde el poder sino impulsado por el pueblo, harto del anticapitalismo y que actuó de manera capitalista, defendiendo la propiedad privada, el mercado y los contratos libres, en especial los de los trabajadores asalariados.

Deng, el represor de Tiananmén, no marcó un cambio de rumbo, porque seguiría mandando el Partido Comunista, aunque debía manejar bien la economía, lo que significaba “admitir tanto capitalismo y libertad de iniciativa como fuera compatible con el mantenimiento de la hegemonía del Partido”. Se trataba de elevar el miserable nivel de vida de la gente, pero garantizando su conformismo político.

Y la economía efectivamente creció a grandes pasos, lo que no era difícil, considerando el desastre precedente. La represión financiera, sin embargo, animó una burbuja keynesiana, ante el entusiasmo de Paul Krugman, que, cuando la cosa se puso fea, con endeudamiento y devaluaciones, criticó a los gobernantes, “como si entre aquel estímulo que había aplaudido y el aumento disparado de la deuda y sus consecuencias no hubiese relación alguna”.

Cuando llegó Xi Ping en 2012 arreciaron las hipótesis sobre cambios liberalizadores. Parecía verosímil, puesto que las autoridades llegaron a proclamar del papel “decisivo” del mercado en la política económica.

Pero lo que sucedió fue que el crecimiento empezó a frenarse, sin un cambio de modelo. La rebaja de expectativas era una amenaza para la casta dominante, porque “desde 1989 el Partido ha justificado su dictadura en la mejora del nivel de vida colectivo”.

Se habla del “capitalismo con rasgos chinos”, pero en realidad se trata de un capitalismo no capitalista, en el sentido de que está políticamente limitado: “la política china ha constreñido al sector privado en cuanto el Partido lo ha considerado necesario” si estaba en juego su poder. El horizonte del libre mercado capitalista en China está férreamente condicionado, sostiene Aramberri, por tres fuerzas principales:  la corrupción del aparato comunista estatal, la deslegitimación del Partido, y la pérdida de las prebendas de las elites dirigentes.

En ese contexto, Xi Jinping  —“desde Mao Zedong, el dirigente comunista chino más tentado por la ambición”— no augura nada bueno en términos de derechos y libertades. El libro repasa su intervencionismo minucioso y faraónico, su militarismo, su nacionalismo, su expansionismo, y diversos aspectos antiliberales de su “desquiciada ingeniería social”, como la solemnemente llamada “soberanía cibernética”, es decir, la censura de la libertad de expresión y el control oficial de los medios y las redes sociales.

Xi es una estrella en Davos, pero Aramberri recuerda que es un admirador de Putin, y que su discurso en pro de la globalización contrasta con sus políticas abiertamente mercantilistas. Mientras intentan alimentar el crecimiento sobre la base de inflar burbujas, los gobernantes se enfrentan a una economía que puede volverse insostenible y dar así al traste con el plan político gatopardista de Xi Jinping: cambiar para que nada cambie, empezando por él mismo. Para ello despliega  mendaces campañas de propaganda, en las que el socialismo siempre ha destacado —aunque se le oponga el sentido del humor de sus oprimidos súbditos; como dicen en China: “nada es cierto hasta que el Partido lo desmiente”.