No hay almuerzos gratis. La frase es popular entre los economistas, que la solemos atribuir a Milton Friedman, porque la utilizaba a menudo, y tituló con ella un libro en 1975: There is no such thing as a free lunch. En verdad es un refrán antiguo, que se reproduce con diferentes palabras en los demás idiomas, incluido el nuestro. La idea de que nada es gratis nos gusta a los economistas porque da sentido a nuestra profesión: en el paraíso terrenal seríamos inútiles. Si no hay restricciones, los que reflexionamos a partir de la escasez carecemos de sentido. De ahí que nos aferremos a la idea de que no hay almuerzos, ni nada, gratis. Y, sin embargo, la gente se informa gratis, o con el minúsculo coste de encender la radio, la televisión, o conectarse a internet.
Parece, pues, que hay que revisar la noción de gratuidad, y en particular con respecto a la información. En términos generales, no es cierto que no haya nada gratis: lo que hay son cosas gratis para algunos, que no es lo mismo. Si yo invito a un amigo a almorzar, ese almuerzo es gratis para mi amigo (salvo que mi conversación sea insoportablemente aburrida), pero no es gratis per se, puesto que alguien lo paga. Si paseamos junto a un bello jardín de un millonario, nos beneficiamos de unas preciosas vistas sin coste alguno (los economistas llamamos a eso “externalidad positiva”), pero el millonario tuvo que pagar por su jardín.
Con la información pasa algo parecido: las noticias de la radio o (muchas) en la red no son gratuitas; lo que sucede es que no las pagamos directamente quienes las escuchamos, sino quienes financian emisoras o sitios web, que a su vez contratan y pagan a periodistas para que comuniquen una información cuya consecución, preparación y difusión tampoco son gratis. El problema, pues, no estriba en la gratuidad inexistente de la información sino en quién, en cómo y en cuánto afronta sus costes.
La forma de dichos costes ha cambiado en los últimos tiempos de manera profunda, como sabemos. El soporte de papel se ha visto perjudicado, y hay quien apresuradamente alega que es por culpa de los demás soportes, especialmente de internet. Pero las cosas no son tan sencillas, porque las empresas de internet son muchas (el coste de montarlas es bajo) y la publicidad ha de repartirse entre más candidatos.
Como siempre, la clave no estriba simplemente en el precio de las cosas sino en que haya demanda para ellas, y que sea suficiente para cubrir los costes. Si esa demanda no existe, la única solución es cambiar la oferta, de modo de ajustarse a una demanda cambiante de personas que sepan, o puedan descubrir, que quieren información, y también comprendan que, como dice otro refrán, quien algo quiere, algo le cuesta.
(Artículo publicado en la revista Informadores, Nº 59, julio 2014.)