Mientras padecemos una nueva campaña de acoso y de intoxicación propagandística para que paguemos más impuestos sin rechistar, podemos cuestionar dos de las mayores victorias del Estado sobre nuestros derechos y libertades. La primera fue la visión progresista del Estado laico; y la segunda fue la idea de que la caridad es sospechosa, y de que los pobres salen adelante gracias al Estado, es decir, gracias a la lúgubre coerción política y legislativa, justo lo contrario de lo que nos pidió San Pablo: “Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría” (II Cor 9,7).