La presión fiscal óptima. ¡La presión fiscal óptima! He ahí el problema, se dijo Pauper Oikos una mañana primaveral y sujeta tributaria pasiva. Era menester buscar a los que sabían, y el reportero acudió al padre de la criatura, el juez Oliver Wendell Holmes, que sentenció:
—Nadie lo ha resumido como yo, y por eso mi frase está inscrita en la entrada de la Agencia Tributaria de EE UU, el Internal Revenue Service: “los impuestos son el precio que pagamos por vivir en una sociedad civilizada”.
—Los impuestos no son un precio, porque no hay ningún mercado que los establezca. Además, conviene recordar un pequeño detalle: cuando usted dijo eso, en la segunda mitad del siglo XIX, la presión fiscal en Estados Unidos debía rondar el 3,5 % del PIB. Y después explotó, en las décadas cuando los Estados organizaron las mayores matanzas de la historia: ¿qué tiene que ver eso con la civilización?
—Es difícil responder a la pregunta de si pagamos mucho o poco sin tener en cuenta lo que obtenemos a cambio —aventuró el juez.
—¡No obtenemos nada “a cambio”! —protestó Pauper Oikos—. Esa retórica identifica al Estado con el mercado, con la sociedad civil. No podemos seguir hablando de la economía pública como si James Buchanan nunca hubiera existido.
—En una democracia el nivel de gasto público depende de las preferencias y prioridades sociales —prosiguió Oliver Wendell Holmes, impertérrito—. La clave es encontrar el punto de equilibrio entre más ingresos, con los que financiar un gasto público que genere bienestar, y menos distorsiones y costes, que perjudican la actividad privada.
La situación no tenía visos de mejorar, pero por suerte apareció el Holmes bueno, Sherlock, el gran detective liberal, que, para colmo de la incorrección política, estaba fumando su pipa.
—Elemental, querido Pauper —dijo—. Esta gente se llena la boca con argumentos pretendidamente técnicos que no tienen ni media bofetada, como esa cálida fantasía de buscar un equilibrio entre ingresos y gastos de la Hacienda, que sólo guarda cierta coherencia si se trata de los intereses del poder, no de la sociedad. En fin, hablando de bofetadas, la clave de este otro Holmes es que era un facha avant la lettre. Fue un racista partidario de la eugenesia, como tantos otros progres en el mundo anglosajón: Virginia Woolf, T.S. Eliot, D. H. Lawrence, Bernard Shaw, Harold Laski, o Beatrice y Sidney Webb, El juez Holmes, el gran amigo de los impuestos, fue, igual que todos los anticapitalistas, un reaccionario, que llegó a proclamar: “tres generaciones de imbéciles ya es suficiente”.
El reportero de Actualidad Económica enmudeció, y el inquilino de 221 B Baker Street sacó un ejemplar de El sabueso de los Baskerville.
—Mira, te voy a leer un editorial del Times que me pareció admirable: “Intentarán engatusarle a usted para que fantasee con que su comercio o industria en concreto se verán beneficiados por un arancel proteccionista, pero por lógica dicha legislación a largo plazo deberá reducir la riqueza del país, disminuir el valor de nuestras importaciones y empeorar las condiciones de vida en esta isla”.
—Los tiempos están cambiando —concluyó Pauper Oikos—. Lo dijo Dylan.
—¿Thomas? —preguntó Sherlock Holmes, que siempre iba dándole vueltas a todo.