En una tarde cansina y, por consiguiente, socialdemócrata, Pauper Oikos escuchó un solemne lamento:
—El capitalismo ha vuelto a entrar en línea de colisión con la democracia.
No cabía duda. Sólo su amiga, la melancólica economista portuguesa Antónima Shores, era capaz de soltar ese tipo de consignas sin rubor. Intentó refutarla mediante la ironía:
—Claro, claro, porque el socialismo nunca ha tenido choque alguno con la democracia.
La portuguesa no le hizo caso y prosiguió:
—No es la primera vez que ocurre. Ya sucedió hace cien años, en el periodo de entreguerras. El mal funcionamiento de la economía propició experimentos políticos como el nazismo, el fascismo y las dictaduras. La democracia descarriló en Europa continental. A la vez, quebraron los fundamentos éticos del capitalismo y la civilización europea entró en una profunda crisis moral.
—¿Cómo puedes ignorar la crucial dimensión de la política? —preguntó el reportero de Actualidad Económica—. No fue el capitalismo lo que falló hace un siglo sino la política, y de forma clamorosa: no solo por las dos guerras mundiales sino por la intervención en la economía, a través de las políticas monetarias expansivas y el proteccionismo, que animaron y profundizaron la crisis de 1929.
—Lo que enlaza esa etapa con la actual es un fracaso económico: el aumento de la desigualdad —sentenció Antónima Shores—. La desigualdad económica se ha convertido en la enfermedad social de nuestro tiempo.
—¡Pero si está bajando en el mundo como nunca!
—Cuando la desigualdad se agudiza, la economía de mercado choca con la democracia —concluyó la portuguesa.
Pauper Oikos se temió lo peor. Y acertó. Lo único que le faltaba era recibir otra vez un ditirambo sobre el contrato social. Y lo recibió.
—Necesitamos un contrato social como el acordado tras la Segunda Guerra Mundial —proclamó la economista lusitana—. Fue la mayor innovación social del siglo XX: un contrato entre ricos y pobres en el seno de las democracias. En EE UU se le llamó New Deal. En Europa, Welfare State. Así se creó el pegamento que durante los años centrales del siglo pasado reconcilió capitalismo inclusivo y democracia. Mediante ese contrato social los grupos a los que les iba bien con la economía de mercado se comprometieron a apoyar a los que les iba peor pagando impuestos para financiar el nuevo Estado social.
El reportero lamentó la reiteración de estas bobadas convencionales, pero se consoló pensando que al menos no le había dado la tabarra con eso de que el Financial Times, el Economist, o Mckinsey, alzan su voz sobre la desigualdad, y entonces “el capitalismo” ha tomado conciencia, etc. etc.
Pauper Oikos optó por recuperar la ironía, y se despidió de su amiga diciendo:
—Eso de que en los “contratos” sociales uno se vea forzado a firmarlos, supongo que no te importará. Y tampoco te importará que la gente no se “compromete” a pagar impuestos: los paga porque si no lo hace, va a la cárcel.