Este libro [El precio de la desigualdad] se apoya en tres ideas. Primero, afirma que hay una desigual lucha de clases de un 1 % de ricos que vive a expensas del 99 % restante; como esta fábula es insostenible en un régimen democrático, se añaden más: esos ricos no solo son malvados de manual, no solo provocan las crisis y manipulan la educación sino que además son los dueños del Estado, un mero títere en manos de estos pérfidos, que son sólo de derechas y además son ¡liberales!
A esta extraña teoría política se une una abierta contraposición con la realidad, igual que en la segunda idea: nuestros males derivan de un exceso de liberalismo, denominado “fundamentalismo de mercado”; y, como si de verdad viviéramos en unas economías sin intervención, se concluye que la crisis se debe a “los mercados sin trabas de ningún tipo”; el énfasis se coloca en las finanzas, uno de los sectores, precisamente, más intervenidos, y se sostiene que funcionó bien desde el bendito Roosevelt (porque la crisis de 1930 fue provocada por ¡los mercados!) hasta el malvado Reagan, como si no hubiera sucedido nada en agosto de 1971.
La tercera idea es que la intervención del Estado es imprescindible porque en la práctica no se cumplen los supuestos neoclásicos “de una competencia perfecta, de unos mercados perfectos y de una información perfecta”. Esta es una distorsión bastante extendida, y un viejo hábito: como decía Schumpeter, no combatimos contra las personas y las cosas como son, sino contra las caricaturas que primero creamos de ellas. Así, la economía neoclásica elaboró unos modelos basados, lógicamente, en simplificaciones de la realidad, y después demostró, lógicamente, que no reflejaban la realidad. Es lamentablemente frecuente que ese contraste sea esgrimido para demostrar la inevitabilidad o plausibilidad de la intervención del Estado en la economía, lo que es un non sequitur en teoría, y que además ha sido cuestionado en la práctica.
Se suceden en el libro también otras falacias presentadas como inconcusas: “un principio aceptado desde hace tiempo es que un aumento equilibrado de los impuestos y el gasto estimula la economía”, lo que está lejos de ser cierto. El libro incluye otros tópicos: el paro es culpa del mercado y se resuelve aumentando la demanda vía un mayor gasto público; un poco de inflación no importa; la austeridad es mala; Estados Unidos es el peor de los países desarrollados, porque allí no hay igualdad de oportunidades, y en materia de salud está incluso peor que Cuba; la gente es manipulada por la publicidad; el sector privado no es más eficiente que el público; las exportaciones crean empleo y las importaciones lo destruyen; y todos los problemas se resolverían con aún más intervención para lograr una mayor igualdad, al módico precio de subir los impuestos, pero solo sobre el 1 % de opulentos, y quitarles “un poco de su riqueza” para ayudar a “los de abajo”.
Y por fin, hay una idea buena lógica: critica las subvenciones a las empresas; y dos ideas buenas y totalmente asombrosas. La primera es su análisis de la desigualdad en Estados Unidos, en la que cumple un papel preponderante la gran calidad de las universidades americanas, en un razonamiento que invitaría a la privatización de toda la educación. Y la segunda es que, después de páginas y páginas condenando el liberalismo, recomienda una solución liberal: no rescatar a la banca, que paguen sus propietarios y que los acreedores se queden con el banco, algo que, por ejemplo, propusimos con Juan Ramón Rallo en 2009 en Una crisis y cinco errores (LID Editorial). El autor, Joseph E. Stiglitz, es Premio Nobel de Economía.