Los prejuicios son una cosa muy fea que tienen los demás.
Entonces, cuando detectamos que hay personas dispuestas a emitir sentencias en función del telediario, escudriñamos pajas en ojos ajenos.
Deploramos la telebasura, pero culpamos a la gente, que pide basura y la consigue, así es el mercado; por suerte, están las autoridades, centradas en el bien común, para compensar al egoísta sector privado. Es imprescindible extender la intervención política y legislativa. Dada la colisión de derechos, la salida debe ser más regulación. Cualquier otra opción, como la libertad y la responsabilidad, sería un prejuicio, es decir, “juzgar una cosa o a una persona antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas cabal conocimiento”. Y eso es algo que hacen los demás. The End.
Y ahora que estamos solos, echemos un vistazo a las vigas propias. Porque cabe sospechar que lo que hacemos en los medios tiene algo que ver con las simplificaciones y los callejones sin salida con los que tropezamos atendiendo a los prejuicios ajenos.
Por ejemplo, cuando contemplamos la realidad como si fuera sencilla de entender, y como si todos sus problemas fueran solubles por decreto. O cuando predicamos sobre la necesidad de un nuevo contrato social, olvidando que lo necesitan los poderosos para consolidar su legitimidad. O cuando anunciamos que la democracia está en peligro cuando hay más democracia que nunca. O cuando afirmamos que la desigualdad es terrible, como si nos perjudicara la mayor riqueza de nuestra vecina. O cuando insistimos en que el capitalismo está en crisis cuando el socialismo tiene alguna que otra avería desde la caída del Muro de Berlín y el cuestionamiento del Estado de Bienestar. O cuando aplaudimos el gasto público sin pensar en las señoras forzadas a pagarlo. O cuando, hablando de mujeres, saludamos a las políticas que hacen carrera por méritos propios pero a la vez aseguramos que el resto de las mujeres necesitan cuotas, regulaciones y ministerios de Igualdad. O cuando pensamos que la familia, la moral y la religión oprimen pero la política y las leyes liberan. O cuando no pensamos en por qué será que el prefijo “ultra” jamás se emplea junto al socialismo. O cuando no refutamos las opiniones contrarias, sino que las ignoramos. O cuando no nos atrevemos a sospechar de los que viven del cuento, si propician nuestras ideas. O cuando creemos que una acusación es una prueba, que es lo que sucede en el fascismo y el comunismo. O cuando fantaseamos con que la justicia no se va a politizar si todo se politiza.
Y, por fin, señalamos la proliferación de filtraciones, pero, claro, eso no tiene nada que ver con los avatares de nuestros propios filtros.
(Artículo publicado en la revista Informadores.)