Célebre catedrático de Harvard, Michael J. Sandel, filósofo de la corrección política, ha brindado al antiliberalismo de todos los partidos lo que necesitaba en el momento justo. Caído el Muro de Berlín y gradualmente cuestionado el Estado de bienestar, el comunitarismo de Sandel abre horizontes de esperanza ante quienes deben cargarse de razón para defender, promover o practicar incursiones punitivas contra las libertades y los derechos de la gente.
El patrón de estos intentos suele ser similar, a saber, una situación social reprobable que brota de la libertad de las personas y que exige, por tanto, la intervención pública que arregle los desperfectos, recortando dicha libertad. Y si este señuelo vale para el medio ambiente, los indígenas o las empresas, también tiene que valer para el precioso lema del profesor Sandel: el bien común, nada menos [La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?].
El diagnóstico de la situación lamentable sigue el mencionado patrón: lo que ha sucedido es que la libertad de la gente en sus tratos y contratos nos ha alejado del bien común. Y Sandel fecha el mal con reveladora precisión: “cuatro décadas de fe en el mercado…el dinero llevaba la voz cantante en detrimento de los ciudadanos…nuestra dependencia cada vez mayor de los mecanismos de mercado para definir y alcanzar el bien público”. Derecha e izquierda, desde el Partido Comunista hasta el Vaticano, muchos podrán compartir el diagnóstico de don Michael, lo mismo que cuando lamenta el aumento de la desigualdad o afirma: “la era de la globalización nada hizo por mejorar la situación de la mayoría de los trabajadores corrientes”.
Este asombroso juicio desafía la evidencia. El discurso predominante sobre el apogeo del mercado libre, en efecto, contrasta con el hecho de que ningún Estado del mundo se redujo de manera apreciable, como sabe cualquier contribuyente. Asimismo, las décadas posteriores al colapso comunista registraron una notable prosperidad: cientos de millones de personas dejaron atrás la pobreza extrema, y por eso la desigualdad en el planeta disminuyó. Pero, compañeros, que la realidad nunca estropee una doctrina progresista.
Y el progreso para Sandel se basa en la moral, en buscar “un bien común más allá de tanta clasificación y tanto afán de éxito”, para reparar el “corrosivo efecto que el afán meritocrático de éxito tiene sobre los lazos sociales que constituyen nuestra vida común”. La solución es más intervención de las autoridades, en especial subir los impuestos al capital.
Si la claridad es la cortesía del filósofo, como decía Ortega, habrá que concluir que el ilustre profesor de Harvard no es muy cortés, y no solo por lo dudoso del diagnóstico, porque no es patente que vivamos en sociedades insoportables, sin infraestructuras, ni que las crisis se deban solo a la codicia de los banqueros de Wall Street, ni que sea ético ni justo que alguien, que no sean las gentes concernidas, determine cuánto va a ganar cada persona.
Como apuntó M. Anthony Mills en Law & Liberty, el bello lenguaje de los comunitaristas oculta dos deficiencias. En primer lugar, nunca definen de manera precisa qué cosa es el bien común. Y, en segundo lugar, nunca consideran los problemas de todo tipo, también morales, que se derivan de los intentos de los Estados modernos de organizar la sociedad en torno al logro de objetivos éticos colectivos por vías políticas o legislativas.
Este libro no resuelve estas deficiencias, Pero resulta entretenido, tiene información y sobre todo, como apunté al principio, será miel para los antiliberales. En efecto, disfrutarán de un pensador de Harvard (no el primero, por cierto) que pregona con teorías económicas endebles sobre la maldad del mercado, la desproporción de lo que ganan los ricos, la urgencia de subirles los impuestos, la desigualdad animadora del resentimiento, etc. Para colmo de bienes, asegura que en ningún caso anhela la igualdad de resultados sino superar una pretendida tiranía del mérito con más intervención política que nos conduzca a “una vida pública con menos rencores y más generosidad”. Y no se le ocurra a usted protestar, señora, porque este profesor, como tantos otros, asegura que “estamos en deuda con la sociedad”. La deuda, claro, no la pagarán los ricos y no se pagará a la sociedad. La pagará usted, señora, y al Estado.