Este libro tiene tres virtudes: expone la llamada Teoría Monetaria Moderna; insiste en que el Estado es diferente de la sociedad civil y sus instituciones; y critica el proteccionismo comercial. El desenlace, empero, es un brillante disparate.
De su esplendor caben pocas dudas: la profesora Stephanie Kelton sostiene que la solución a los males económicos es aumentar el gasto público y olvidarse del santo temor al déficit que atribulaba a los antiguos: “los déficits son buenos para la economía…el Gobierno federal casi siempre ha mantenido el déficit demasiado bajo…lo habitual es que haya margen suficiente para financiar nuevos programas sin necesidad de subir los impuestos…los déficits públicos no se comen nuestros ahorros: los agrandan…centrarnos en la sostenibilidad financiera de los programas de prestaciones sociales es un error…la deuda nacional podría saldarse íntegra mañana mismo, sin que ninguno de nosotros hubiera tenido que poner un solo centavo de su bolsillo”.
No por azar la TMM es denominada por sus críticos teoría mágica moderna. Mágica es, aunque sus trucos no recorren paseos aleatorios sino que van todos en la misma dirección antiliberal de ampliar un Estado que, según la autora, podría contratar keynesianamente a todos los parados –al Estado “nunca se le puede acabar el dinero”– y resolver las desigualdades y los desastres climáticos.
Idolatra a Roosevelt y abomina a Reagan y Thatcher, y en general a la acción libre individual en el mercado, como, por ejemplo, las pensiones privadas. Las restricciones a la acción del Estado son sospechosas, en particular en lo fiscal y lo monetario, como con el “trasnochado” patrón oro. Esta progresista llega a alabar a Nixon por haber desvinculado al dólar del oro, ignorando la inflación que desató ese pionero de la TMM, a pesar de que la propia profesora Kelton afirma: “El déficit solo prueba que se ha gastado de más si se dispara la inflación”.
Abundan las contradicciones en este volumen, incluyendo la marcha atrás en su crítica al proteccionismo en el comercio exterior, y su alabanza del ahorro simultánea a la del gasto.
Pero la debilidad fundamental brota de la teoría misma y de su desatinada visión de que, si el Estado puede emitir su propia moneda, entonces es capaz de acometer semejantes proezas. El economista Robert Murphy, y otros, han subrayado los errores de Kelton, que confunde deuda y dinero, desvincula la fiscalidad de la solidez de la moneda, y argumenta que el Estado puede gastar sin ingresar.
La falta de una visión dinámica sobre la creación de riqueza y empleo, y sobre el funcionamiento de una economía monetaria con dinero fiduciario, conduce a recetas engañosamente simples rodeadas de un discurso demagógico que pretende que creamos que el déficit público no importa nada, porque solo importan los déficits en sanidad, infraestructuras o ecología.
Aunque esgrime como barrera la inflación, no da cuenta del papel distorsionador de las políticas monetarias expansivas en la estructura de precios relativos, ni de las crisis que han producido desde el supuestamente benéfico abandono del sistema de Bretton-Woods; ni de qué reacción cabría esperar de los ciudadanos si el Estado/TMM les anuncia que va a multiplicar desaforadamente la oferta monetaria. Es cierto que algunos Estados emiten su propia moneda, pero no cabe ignorar que hay cierta cosa como la demanda de la misma, que no puede darse por sentada. Y hay alguna experiencia sobre la eficacia de políticos y burócratas a la hora de gastar, y sobre los efectos a largo plazo en el crecimiento económico del aumento apreciable y sostenido de la deuda pública.
La profesora Kelton repite que la TMM no significa que todo sea gratis. Lo curioso es que no termina de explicar bien cuáles son sus costes y quién los paga. Eso sí, tiene claro que la rebaja de impuestos de Trump fue poco menos que un crimen, y que el Presupuesto es “un documento moral”.