Nací y viví mi primer cuarto de siglo en Buenos Aires, con lo cual asocio inevitablemente la Navidad con el calor del diciembre porteño.
Después, desde los años setenta, ya instalado en España, seguí sin conocer las navidades frías, porque hasta que nuestros hijos se casaron, mi mujer y yo volamos a finales de año con ellos hasta el otro lado del mar.
Por fin, la familia se multiplicó aquí, y ya supimos qué es la blanca y fría Navidad: ha resultado magnífica, aunque con la peculiaridad de que ahora el abuelo argentino casado con la abuela argentina soy yo.
Pero los papeles y circunstancias son en realidad tan insignificantes como el paisaje y el mercurio. No hay más calidez que el afecto de la familia, que aflora en estas fechas, como siempre –por cierto, esa es la razón por la que las navidades resultan agotadoras: no nos cansamos solo por hacer recados, por comprar, comer o beber: nos cansamos por querer, porque en el resto del año no hay tanta costumbre.
La vida no traza círculos sino extrañas espirales. Por eso no se repite con idénticas facetas. Demos gracias a Dios por ello, aunque no puedo evitar dar un respingo pensando en cómo habrían reaccionado mis abuelos si yo los hubiera tratado con la confianza y la cercanía con que me tratan mis nietos a mí.
En fin, con repeticiones y novedades, seguiremos pasando la Navidad bien, es decir, en familia, con el bendito frío de las Españas y el bendito calor de nuestra gente. Los niños representarán funciones de Nochebuena, y los mayores comprobaremos si nuestras dotes cantoras y danzantes han mejorado desde el pasado año.
Y seremos muchos, o más bien todos los que nos permita el frío, el frío verdadero, glacial y devastador, del Gobierno.