Según Miguel Ángel Fernández Ordóñez [Adiós a los bancos, Taurus] hay que impedir que la banca privada pueda crear dinero. Esto significaría el fin de los bancos tal y como los conocemos, porque su negocio fundamental estriba precisamente en la creación de dinero de la nada, gracias al sistema conocido como reserva fraccionaria. La potencia desestabilizadora de dicho sistema, por su tendencia a descontrolarse y a generar burbujas de deuda y crédito, y colapsos bancarios, ha sido denunciada por diversos economistas desde el siglo XIX. Sin embargo, las propuestas lanzadas para acabar con la reserva fraccionaria e implantar un encaje o coeficiente de reserva del 100 % no han fructificado.
A raíz de la última crisis, igual que sucedió en los años 1930, han vuelto a ponerse sobre el tapete estas ideas, que tienen un marchamo liberal, al haber sido propiciadas entre otros por la Escuela Austriaca, la más liberal de las escuelas económicas —un destacado representante en España es el profesor Jesús Huerta de Soto. Ahora bien, la visión de Fernández Ordóñez no es liberal sino socialista, porque el protagonista de su reforma es el Estado, que debería arrebatarle a los bancos el privilegio de crear dinero, que un banco central público debería concentrar y ejercer con exclusividad. En cambio, la tesis de Huerta de Soto aconseja suprimir el banco central.
El que fue gobernador del Banco de España repasa aspectos conocidos del intervencionismo en el sistema bancario actual, desde la supervisión hasta los controles macroprudenciales, desde los seguros de depósito hasta la vigilancia minuciosa de las cuentas y la gestión de los bancos, desde el papel de prestamista de última instancia hasta el bloqueo de la competencia, sin olvidar el asunto fundamental: las crisis y el oneroso coste que los rescates descargan sobre las espaldas, o los bolsillos, de los contribuyentes. Acierta al recelar de las reformas del sistema actual, plasmadas en las regulaciones de Basilea III, que desde luego no constituyen una genuina garantía de que no habrá crisis en el futuro.
Pero pasa de puntillas sobre la responsabilidad de la política monetaria a la hora de expandir el crédito, y al lector le queda la impresión de que los únicos malos de la película son los bancos, pero no los centrales, que no encienden el fuego financiero sino que apagan después el incendio provocado por los privados. Es verdad que gastan mucho dinero público, pero no pueden hacer otra cosa, porque sería peor. Todo esto forma parte del argumentario tradicional, cuyos matices y deficiencias ignora el libro.
El autor afirma repetidamente que su propuesta de dinero digital público, que los ciudadanos mantendríamos en cuentas corrientes en el propio banco emisor, lo que ahora no podemos hacer, representaría un “dinero seguro”. Está claro que ya no lo crearía la banca privada. Menos claro, empero, es por qué sería tan seguro ese nuevo dinero estatal, sobre todo porque el autor no abunda en la ponderación de ese mismo agente que creó los bancos centrales para financiarse: el Estado. ¿Admitirá ese Estado quedarse sin una cómoda colocación de deuda a través del sistema bancario? Cierto es que en el nuevo sistema el banco central no crearía dinero comprando activos sino emitiéndolo y poniéndolo a disposición de los ciudadanos o el Estado, pero, ¿cómo sabemos que no lo emitirá en exceso, presionado por éste? Una posible hipótesis, no explorada en el libro, es que quizá sea disciplinado para no poner en riesgo irreversible su legitimidad política, dañada por las repetidas crisis.
Fernández Ordóñez señala un problema, pero no elabora suficientemente el papel de la intervención del Estado en su generación, y concluye recomendando más intervención en nombre de la libertad. Una libertad que no está dispuesto a aceptar en el campo del dinero, y eso que reconoce: “antes de que se produzca la liberalización siempre se subestiman las posibilidades del mercado de adaptarse a los deseos de los consumidores y usuarios”.