Doña Teresa Ribera, ayer ministra y mañana vicepresidenta, provocó las risas del personal cuando decidió saludar a sus seguidores en Navidad compartiendo un vídeo con este mensaje: “feliz solsticio de invierno”. Me permito, empero, llamar la atención sobre la otra cara del progresismo, que no es ridícula sino siniestra.
Desde los tiempos de la Ilustración se identifica el progreso con la hostilidad a la religión. La izquierda es solo la alumna más aventajada y sectaria de este movimiento, que la trascendió con mucho, porque incluyó, entre otros, al liberalismo, para vergüenza de los liberales, que no fueron capaces de percibir el significado profundo del ataque a la Iglesia.
El arrinconamiento de la religión por parte de políticos e intelectuales en nombre del progreso y la razón empezó en el siglo XVIII y no ha terminado. El proceso consagra la democracia política y convierte al laicismo en una de sus señas fundamentales de identidad. Nadie se atreve a cuestionar abiertamente este movimiento, ni a plantearse si ha sido casualidad que desembocara en una espectacular expansión de la coacción política y legislativa.
Por supuesto, no fue casualidad. El crecimiento del Estado necesitaba socavar la religión, o las religiones más liberales, igual que las costumbres, las tradiciones, la familia, la propiedad privada, la moral, y todas las demás “fortalezas privadas”. Schumpeter llamaba de esa forma a las instituciones que mediaban entre el poder y sus súbditos. De esta forma, su quebrantamiento dejaba idealmente a la persona sola y aislada, completamente a merced del poder. Eso lo que el progresismo entiende por progreso, es decir, la pérdida de los derechos y libertades que no broten del Estado. No es coincidencia que la izquierda todo el rato hable de “creación de derechos”: no concibe que los tengamos los ciudadanos antes que el poder.
En consecuencia, cuando oiga usted a los progresistas pavonearse por no desearle a usted Feliz Navidad, y creerse por ello gente muy avanzada por haber superado la religión, puede usted hacer tres cosas. Una es reírse. La otra es estremecerse. Y la tercera es confiar en el pueblo, que, en este caso, como en otros, ignora en masa las lecciones de estos admiradores del Maestro Ciruela. Gracias a Dios, claro.