El mensaje actual del pensamiento único se resume en: la política monetaria expansiva ha cumplido su papel, y ahora es necesaria una política fiscal expansiva para neutralizar la posible recesión. Ambas afirmaciones vienen al amparo de una retórica entrañable.
El razonamiento monetario adolece de la engañosa solidez que tan a menudo caracteriza al sentido común. Los bancos centrales emprendieron política monetarias ortodoxas y heterodoxas para “estimular la economía” mediante “inyecciones” de liquidez. El resultado no ha sido la recuperación de un crecimiento vigoroso, sino débil y, en los últimos tiempos, cada vez más débil. Ello probaría que la “artillería” de la banca central fue eficaz, más o menos, pero “está agotada”. Para rematar este argumento se señala a países o zonas que crecen menos, como en la eurozona, o que se estancan, como Japón.
A continuación, una vez demostrado el argumento de manera irrefutable, los maîtres à penser de la corrección política nos arrinconan con la única solución posible: la política fiscal. Y no se le ocurra a usted para protestar, porque inmediatamente recibirá la réplica democrática inapelable: la política fiscal es lo que tiene mucho “consenso”, porque así las autoridades europeas tendrán (un favorito de la neolengua predominante) “un mayor margen de maniobra” para actuar de modo de “evitar el riesgo de recesión”. Y ¿qué significa “actuar”? Vamos, ¿no lo adivina usted? La propuesta del consenso es (otro clásico) “ambiciosa”, es decir, más gasto público, subir los salarios para hacer lo propio con la demanda y así contener la desigualdad, que ya desató la última crisis, y evitar la temida japonización.
Una palabra define todo esto: camelo. No es que la política monetaria ya no pueda hacer más, sino que lo que pasa se debe a lo que hizo. No hay manera de estimular en realidad la economía expandiendo artificialmente el dinero y el crédito, porque esa misma expansión distorsiona las decisiones de ahorro e inversión. El desenlace son burbujas, pero no crecimiento, y se llega a la irracionalidad de que los tipos de interés bajan hasta cero e incluso son negativos, un auténtico disparate que, paradójicamente, no anima la inversión, aunque sí facilita la explosión de la deuda pública, que contamina cada vez más los balances de los bancos. Todo ello desemboca en un freno al crecimiento, particularmente si las economías son rígidas —es la diferencia fundamental que separa a Japón y la eurozona de Estados Unidos.
Al final, los solemnes progresistas desbarran atribuyendo a la desigualdad la culpa que deberían asignar a la política, y recomendando, para evitar la temida japonización, exactamente la misma combinación de políticas monetarias y fiscales expansiva que han mantenido la economía japonesa estancada durante dos décadas.