La reforma fiscal aprobada por el estado de Kansas en 2012 es celebrada por los antiliberales de todos partidos, y lo comprendo: hasta la Wikipedia dice que no funcionó, y nada gusta más a la corrección política que cualquier prueba de que aliviar a los contribuyentes es una cosa malísima. Lo acaba de repetir Krugman con su habitual entusiasmo: “El experimento de Sam Brownback de bajar los impuestos en Kansas fue un fracaso”. Y así lo parece: bajaron los impuestos a empresas y particulares, pero no hubo resultados económicos apreciables en términos de crecimiento, aumentó el déficit y, finalmente, la reforma fue abolida por el parlamento de Kansas en 2017, a pesar del veto de Brownback.
¿Fin de la historia liberal, pues? Los datos no respaldan esta conclusión: a pesar de los errores de la reforma, su historia no avala la tesis progresista. De entrada, a medio plazo la victoria ha caído del lado liberal porque, como recuerda Daniel J. Mitchell, los políticos se cargaron la reforma, pero los tipos impositivos son hoy significativamente más bajos de lo que eran cuando Sam Browback asumió el cargo de gobernador de Kansas. Ahora bien, hay lecciones importantes, y no sirven solo para Kansas, porque se aplican a lo que está haciendo Donald Trump en la política fiscal nacional. Ante todo, es peligroso apostar a que las rebajas fiscales no tienen impacto en los ingresos, como hace siempre la derecha, jugando con la curva de Laffer. Lo lógico en la teoría, y lo que siempre sucede en la práctica, es que una rebaja fiscal disminuye la recaudación total.
Pero lo más importante es la política del gasto público. A despecho de los clamores de la izquierda, rara vez se produce tal cosa como el “austericidio”. Los famosos “recortes” suelen ser un camelo, y lo fueron también en Kansas: el gasto público nunca se redujo, porque los republicanos, como el grueso de los conservadores, quieren jugar al póquer y ganar, es decir, quieren a la vez el aplauso del público liberal porque bajan los impuestos y del público antiliberal porque suben el gasto. Ese es el verdadero fracaso: fantasear con la idea de que bajar los impuestos automáticamente reduce el gasto.