La desigualdad es un doble engaño. Por un lado, no es un problema de por sí, ni es obvio que se extienda. Por otro lado, las consecuencias de su promoción en la agenda política pueden ser onerosas para la gente.
Mi vecina es más rica que yo, y cada año es aún más rica. La desigualdad ha aumentado en mi calle. Muchos aseguran que eso es malo y que el Estado debe subirle los impuestos a ella y a quienes sean como ella. Sin embargo, no veo por qué la creciente riqueza de mi vecina me perjudica a mí, o a España o al planeta. Para concluir que mi vecina es dañina hay que deambular entre errores económicos, o ser un envidioso.
Pero incluso suponiendo que la desigualdad es mala per se, independientemente de si los ricos se enriquecen en el mercado o gracias a estafas o prebendas políticas, ni siquiera está claro que se agrave. De hecho, una de las piruetas recientes del pensamiento único ha sido cambiar la noción de desigualdad a medida que eran refutadas sus tesis. Antes, la desigualdad era internacional, y los antiliberales denunciaban la brecha entre países ricos y pobres, el norte y el sur, y demás jeremiadas. Pero la desigualdad en el mundo ha disminuido en las últimas décadas; la mayor libertad que abrió la crisis del socialismo real facilitó que cientos de millones de personas dejaran atrás la pobreza extrema, y redujo la desigualdad mundial.
Por eso, la izquierda ahora señala la desigualdad dentro de los países desarrollados, y sigue despotricando contra el capitalismo, rebautizado como “globalización” o “neoliberalismo”. Como siempre, los antiliberales presumen de estar respaldados por la ciencia, y desdeñan a sus adversarios porque no son científicos, sino presas de la “ideología”. Estas dos supercherías progresistas son tan viejas que están ya en Marx. Pero, de todas maneras, incluso en el ámbito nuevo de la desigualdad, los economistas están lejos del aval unánime a las tesis de Piketty y sus colegas, como Saez o Zucman. Son varios los especialistas, como Auten o Splinter, por ejemplo, que han revisado sus datos y han concluido que no son fiables y tienden a inflar la desigualdad en países como Estados Unidos.
Siendo la desigualdad como problema una añagaza, las soluciones que plantean Piketty y compañía pasan siempre por subir los impuestos. Se apresuran a aclarar que solo es sobre los ricos, y además una suma pequeña, que no les dolerá, porque ya tienen demasiado. Una mentira fundacional del socialismo, que también está en Marx, es anunciar el paraíso para la mayoría, a costa solo del infierno para una minoría de indeseables. Nunca ha sido verdad, y tampoco lo es ahora. El empobrecimiento que ocasionan los socialistas de izquierdas y de derechas jamás se limita a una minoría de privilegiados. Antes bien, al contrario, los diversos costes de sus políticas antiliberales los paga la mayoría del pueblo, en particular los más débiles.
(Artículo publicado en el suplemento Ideas de El País.)