Alfredo Pérez Rubalcaba aludió a Frankenstein para referirse a la imposibilidad o el peligro de que los socialistas gobernaran España con el respaldo de los independentistas que quieren romperla. Mientras esperamos a ver si los socialistas perpetran alguna operación bestial de ese cariz, conviene reivindicar a Frankenstein, porque se puede aprender mucho de la famosa novela que Mary Shelley publicó en 1818, cuando apenas tenía veinte años.
Hechiza el morboso atractivo del monstruo, pero la obra subraya en realidad la moral científica, la creación y la destrucción de la vida, y la osadía de la humanidad en su relación con Dios. De ahí el subtítulo: El moderno Prometeo. Lo que anhela el joven Víctor Frankenstein es rivalizar con la divinidad, igual que hizo Prometeo al robar del Olimpo el fuego de los dioses. Víctor se cree único: “solo a mí se reserva el descubrir un secreto tan asombroso: infundir la vida en un cuerpo inanimado”.
En la novela, al revés que la imagen que transmiten algunas de las películas filmadas sobre el tema, el monstruo es realmente un ser humano, con sentimientos nobles, que no recibe más que rechazo de la sociedad. Como se ve en su relación con la familia De Lacey, es una criatura capaz de aprender a hablar y a leer —nada menos que a Milton, Plutarco y Goethe. Es un ángel caído que quiere ser feliz, pero necesita compañía, y no la puede conseguir. Comete atrocidades, pero se pregunta por qué va a ser considerado él el único criminal “cuando toda la humanidad pecó contra mí”. No se trata de un ser naturalmente malo, y mucho menos irracional, porque razona bien, hasta su suicidio final.
En cambio, la maldad sí que anida en Víctor Frankenstein y en su experimento, que sale mal desde el principio, porque crea un monstruo sin pretenderlo: su objetivo era alumbrar una criatura hermosa. La repulsiva fealdad del nuevo ser es clave para su aislamiento social.
Ojalá los gobiernos aprendieran la lección de Frankenstein, resumida en las palabras de consejo que le brinda Víctor al capitán Walton en las últimas páginas de la obra: “Busque la felicidad en la serenidad, y evite la ambición, incluso la aparentemente inocente de distinguirse en la ciencia y los descubrimientos”. Esta modestia final es la clave de un Gobierno que respete la libertad; en la práctica, los políticos vulneran nuestros derechos alegando que saben más y razonan mejor que nosotros.
La conclusión de Frankenstein es la sabiduría liberal, que desde Smith hasta Hayek denuncia la fatal arrogancia de quienes quieren cambiar el mundo de arriba abajo, presumiendo de saber hacerlo. Y veinte años antes que Shelley, nuestro Goya ya avisó del peligro: “El sueño de la razón produce monstruos”.