Hannah Arendt concentra el totalitarismo en el nazismo y el comunismo, que fueron nuevas formas de tiranía, porque su objetivo era todo el poder; así, Stalin “transformó la dictadura de partido único en una dominación total”. Arendt define el totalitarismo como un sistema esencialmente criminal: ni siquiera Mussolini, amante del Estado totalitario, lo estableció, “y se contentó con imponer una dictadura de partido único”. Hicieron lo mismo otras dictaduras europeas, como la de Franco. Por eso los nazis despreciaban a sus aliados fascistas y admiraban a los comunistas. Hitler aplaudía sin tapujos a “Stalin, el genio”. Y Stalin confiaba en Hitler, hasta que le convino dejar de hacerlo.
Arendt investiga los orígenes de esos gobiernos tan brutales. Y resultan inquietantes por su apariencia de amabilidad y progresismo. Habla del conflicto entre Estado y nación que empieza con la Revolución Francesa y su combinación de Derechos del Hombre con la soberanía nacional: “los mismos derechos fundamentales eran a la vez el legado inalienable de toda la humanidad y la herencia específica de naciones concretas; la misma nación fue declarada como sometida a las leyes, que supuestamente fluían de los derechos humanos, y a la vez como soberana, es decir, no supeditada a ningún derecho universal, y sin reconocer nada como superior a sí misma”. Por eso pudieron los románticos interpretar al Estado como “el representante nebuloso del ‘alma nacional’; su misma existencia presuponía que estaba más allá y por encima del derecho; de esta forma, la soberanía nacional perdió su connotación original vinculada a la libertad del pueblo, y se rodeó de un aura pseudo-mística de arbitrariedad sin ley”.
Las fuente de las que brota el totalitarismo son las ideas como el rechazo a la desigualdad, el aprecio por la igualdad impuesta por la ley, la condena a las instituciones, valores y tradiciones (“esto facilita la aceptación de afirmaciones clamorosamente absurdas”), el control de la educación y los medios (“el verdadero objetivo de la propaganda totalitaria no es la persuasión sino la organización”), el rechazo a la personalidad propia y a las ideas minoritarias, originales y críticas (“el objetivo de la educación totalitaria nunca fue inculcar convicciones sino destruir la capacidad de tenerlas”), y la creencia firme en que existen soluciones políticas y legales sencillas ante cualquier problema.