John Stuart Mill, paradigma moderno, defendió a la vez la libertad y el intervencionismo, que limita la propiedad privada sin aniquilarla, pero que no aprecia que las instituciones, los valores y las tradiciones, pueden ser salvaguardias para nuestra libertad y nuestro desarrollo económico y personal. Uno de los textos más influyentes de este punto de vista antiliberal, que aún pervive hegemónico, es su ensayo sobre Coleridge, de 1840.
Para Mill, los dos pensadores ingleses más importantes de su tiempo eran Bentham y Coleridge, aunque eran diferentes, por el conservadurismo del poeta: “creía que la perdurabilidad y difusión de cualquier opinión constituían una presunción de que no era una completa falacia”. Su pensamiento expresó “la rebelión de la mente humana contra la filosofía del siglo XVIII”.
Dicha rebelión estribó primero en negar que el conocimiento fuera una generalización de la experiencia. Para Coleridge, influido por Kant, hay una capacidad en la mente humana para percibir la naturaleza de las cosas: “Las apariencias en la naturaleza nos provocan, por una ley inherente, ideas sobre aquellas cosas invisibles que son las causas de las apariencias visibles, y sobre cuyas leyes esas apariencias dependen”. Volaron las acusaciones de sensualismo y misticismo.
Coleridge sostiene que la corriente dominante entre Locke y Bentham desemboca en la negación de la obligación moral, y en un peligro para las tres condiciones que requiere la estabilidad social: la disciplina, que se aprende con el tiempo, en especial gracias a la religión; “un sentimiento de lealtad” a las libertades antiguas y la libertad individual; y la cohesión de la comunidad, “un principio de simpatía”.
Los revolucionarios franceses no atendieron a estas tres condiciones o creyeron que ninguna se cumplía y que había que acabar con la política y crear una nueva sociedad. En Inglaterra había una tradición moderada que desconfiaba del Estado, y ahí está Coleridge, hasta que llega Bentham. Se sitúa Stuart Mill, típicamente, en el medio: no quiere hacer tabla rasa con todo lo anterior desde la perspectiva utilitarista, pero tampoco rechazar la intervención del Estado, que puede instruir y ayudar.
Su posición es en el fondo antiliberal, en el sentido de rechazar esa tradición británica del Estado limitado, porque la asocia a una religión demasiado intolerante, que finalmente da lugar a la doble reacción extrema: liquidar el pasado o restaurarlo íntegro. En la reforma que anhela, Mill comparte con Coleridge la peligrosa noción de que la tierra es “un regalo de la naturaleza…no puede ser considerada una propiedad”; y con Bentham la idea, ingenua y de análogas posibilidades intervencionistas, de que para los problemas sociales “el único remedio posible es una democracia pura, en la que el pueblo sea su propio gobierno, y en la que las personas no puedan tener el interés egoísta de oprimirse a sí mismas”.