Lo más interesante de la discusión política a menudo es lo que no se discute. Por ejemplo, no se discute que la progresividad fiscal es progresista. Cuando alguien se opone a cualquier progresividad, el pensamiento único clama: ¡eso viola frontalmente la Constitución!
Pero la Constitución es un conjunto de propuestas benévolas y contradictorias que justifican un considerable aumento de la presión fiscal, como la que han padecido las trabajadoras españolas desde el final de la dictadura franquista. Una y otra vez las ciudadanas han declarado que no desean pagar más impuestos, y una y otra vez el poder se los ha subido. Los líderes de la izquierda que más ansiaron subir el gasto —es decir, los impuestos que paga el pueblo— no se han apoyado en El Capital de Marx sino en nuestra Constitución de 1978. Lo hizo hace años Julio Anguita, y hoy lo hace Pablo Iglesias.
En el tema específico que nos ocupa, el artículo 31 reza: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía”. Si prestamos atención a esta retórica elusiva y discordante concluiremos que el Estado prácticamente podrá poner los impuestos que le convengan. También bajos: un IRPF con tipo único del 10 % y un mínimo exento sería progresivo y constitucional.
Pero ¿es progresista la progresividad? No está claro, porque un argumento fundamental al que se recurre, la redistribución, es inválido: la fiscalidad progresiva no es redistributiva per se, independientemente del gasto. Como dijo Buchanan: “si todo el gasto fuera en servicios sociales, ayuda a los pobres, seguro de paro, etc., entonces un sistema tributario regresivo podría integrar un sistema fiscal redistributivo” (“The Pure Theory of Government Finance: A Suggested Approach”, Journal of Political Economy, 1949).
Los grandes economistas italianos, a los que Buchanan estudió y difundió, demolieron las teorías fiscales anglosajonas, basadas en la comparación de las utilidades. Enrico Barone fue más lejos: incluso si se pudiera comparar el dolor de los ricos y los pobres a la hora de pagar impuestos, tampoco se podría establecer un sistema fiscal coherente salvo con supuestos muy restrictivos; en otro caso, la teoría económica avala modelos progresivos, proporcionales o regresivos. En cuanto a la noción de capacidad de pago, al que se hace explícitamente referencia en nuestra Constitución, concluye Buchanan: “Su popularidad se debe quizá a su misma ambigüedad; puede utilizarse para criticar o defender un número prácticamente infinito de distribuciones de la carga fiscal”.