El mantra de “todos y todas” admite interpretaciones críticas, aunque no he visto aún formulada una crítica que estriba en tomar la arrogancia de la corrección política al pie de la letra.
En efecto, los reproches subrayan las debilidades del lenguaje “inclusivo”. Su retórica es inútil, siendo la lengua castellana ya inclusiva. Es cursi y relamida. Es tramposa, porque se trata de una bandera más con la que los socialistas de todos los partidos intentan acumular capital político y tapar sus fracasos históricos. Es mentirosa, porque la izquierda, campeona de esta neolengua, no se funda en la inclusión sino en la exclusión, el sectarismo y el enfrentamiento. Es humillante para las mujeres, a las que considera como menores de edad, necesitadas del paternalismo del poder. Falsamente feminista, el lenguaje inclusivo no busca proteger a las mujeres sino a los lobbies: los políticos, los burócratas, los sindicatos y múltiples grupos de presión que viven, también, del cuento.
No niego la validez de estos argumentos, pero conjeturo que no terminan de derribar la fuente más importante del socialismo en todas sus variantes: la soberbia, la primacía moral, el sentimiento de ser gentes éticamente superiores porque realmente son inclusivas, realmente van a cuidar de las mujeres, cosa que al parecer la humanidad no ha hecho hasta hoy.
Mi propuesta es que, en vez de atacar esa boba jactancia, los amigos de la libertad la respetemos, la demos por supuesta, y razonemos con los antiliberales aceptando ese punto de partida.
Veamos. ¿Cómo se puede organizar una sociedad que reconozca, cuide y respete de verdad a todos y a todas? La respuesta es: solo desde el liberalismo, porque solo podría hacerse desde la igualdad ante la ley. Si el poder persigue a mi vecina y le quita el dinero porque es rica, para dármelo después a mí, porque soy pobre, no estaría luchando contra las desigualdades y gobernando para todos y todas. Estaría discriminando.
En una sociedad de todos y todas, la presión fiscal no podría ser nunca elevada, porque todos y todas jamás lo aceptaríamos, porque todos y todas somos propietarios de algo, empezando por nuestro trabajo y nuestro salario. Nunca aceptaríamos un Estado redistribuidor, que creciera sobre la base de quitarles a unas para darles a otros. De ahí, por cierto, la importancia que la teoría de la Hacienda Pública ha asignado a la unanimidad o la cuasi-unanimidad a la hora de establecer una imposición justa, desde el ensayo clásico de Knut Wicksell de 1896.
En otras palabras, si los progresistas inclusivos razonaran con rigor a partir de sus propias premisas —repito, las suyas, no las premisas liberales— descubrirían con estupor que la única forma de gobernar realmente para todos y todas sería dejar a todos y todas en paz.