Cuando se produce una jornada tan convulsa como la del “martes negro” que vivimos ayer, arrecian los esfuerzos para localizar un enemigo al que culpar de nuestros males. Pero a la hora de buscar explicaciones, opera hacia el pasado lo mismo que sucede con el futuro, es decir, la preferencia temporal es positiva, y valoramos siempre más lo cercano que lo lejano.
Los mercados aprecian la estabilidad, con lo cual es lógico que se alarmen cuando la tercera economía de la eurozona no consigue formar Gobierno, y en ella soplan con fuerza los vientos populistas y se plantean escenarios políticos que incluyen unas posibles elecciones interpretadas como una suerte de referéndum que decidirá si Italia, un país fundador de la Unión Europea, habrá de seguir en el euro o no. Nada menos.
El peso político de España es algo menor, aunque nuestra economía ya tiene el peso de la trasalpina, que nos superó durante mucho tiempo. Y aquí tampoco resulta tranquilizador el que estemos a las puertas de una moción de censura, cuyo resultado desconocemos; es posible, e incluso probable, que haya una continuidad del Gobierno de Mariano Rajoy, pero no es del todo descartable que cambien las autoridades, e incluso que una alianza de izquierdistas, populistas y nacionalistas se haga con el poder, con nefastas consecuencias, también para la economía.
Y todo eso en una Europa que atraviesa una crisis de legitimidad, marcada por el referéndum de Gran Bretaña que probó que, a pesar de haber sido aleccionado por el grueso de los políticos y los medios de comunicación, el pueblo británico no hace necesariamente caso a lo que le dicen —quienes destacan este hecho omiten púdicamente que la Constitución Europea fue un antecedente muy revelador de que los ciudadanos son bastante más euroescépticos que sus autoridades políticas y sus referentes mediáticos e intelectuales.
Se entiende que un paradigma del pensamiento convencional, George Soros, haya clamado ayer por la “reinvención” de Europa y contra la “adicción a la austeridad”, que habría provocado la crisis financiera y “frenado el desarrollo económico europeo”, según informó el Financial Times.
Y aquí, cuando este artículo podría terminar, es cuando los políticamente incorrectos podemos alzar un poco la mirada y echar la vista atrás. Si contemplamos los diez últimos años, tras el estallido de la crisis, comprobamos que la austeridad de la que todos hablan nunca se produjo: en ninguna parte bajó apreciablemente el gasto público; lo que pasó es que subieron los impuestos, pero no lo suficiente para compensar la caída en la recaudación, y como el gasto público no bajó, la deuda pública explotó, particularmente en Italia, pero también en España, mientras el gran coro progresista clamaba contra unos “recortes” que nunca existieron —de haberlos habido, nunca la deuda pública habría alcanzado el 100 % del PIB en España, y tampoco superado el 130 % del PIB en Italia.
La inexistente austeridad pública, y la subida de impuestos, frenaron el crecimiento. Y lo que creció, en cambio, fue el dinero y el crédito. A mediados de 2012 Mario Draghi lanzó su célebre discurso: “haré lo que sea necesario para preservar el euro”. Ante el frenético entusiasmo general se intensificó la expansión cuantitativa y se reprimieron los tipos de interés. ¿Qué podía salir mal? Eran apenas un puñado de liberales indeseables los que avisaban de que así no se sale bien de una crisis.
En suma, la diferencia entre lo que pasa hoy en la economía y los célebres monólogos de Gila es que el genial humorista español sabía a qué número había que llamar para hablar con el enemigo.