Suelo decir que no hay que confundir a la Madre Teresa con la Agencia Tributaria. Y no sólo porque la santa albanesa de Calcuta no obligaba a que la ayudaran a ayudar a los pobres, sino porque el Estado no lo hace. Puede intoxicarnos con que se desvela por los marginados, pero lo cierto es que los marginados reciben una proporción minúscula del gasto público. Este último consiste en gigantescos movimientos redistributivos, que comportan cada año casi la mitad del PIB, nada menos, e involucran a la mayoría de la población, no a los marginados. Es decir, lo que el Estado hace realmente no se puede explicar porque abrigue impulsos caritativos, justos y solidarios.
La escuela de la Elección Pública, que fundó James Buchanan, con su amigo y colaborador Gordon Tullock, hizo que los economistas (los que quisieran, claro) pudieran abandonar la edad de la inocencia con respecto al Estado. Por eso son grandes figuras del liberalismo, y por eso son objeto de inquina por parte de los pseudoprogresistas que aún creen que el gasto público se destina fundamentalmente al generoso cuidado de los desfavorecidos, y carece de costes reseñables. El último ejemplo de esa crítica injusta es Democracy in chains, de Nancy MacLean, un libro plagado de distorsiones.
Otra forma de justificar el gasto público es recurrir a Robin Hood, y alegar que se financia quitándole dinero a los ricos. Falso. Las mayores transferencias se realizan entre grupos de renta media, y no de los más ricos a los más pobres, porque esos grupos medios representan, como dice Tullock, “el área con mayor capacidad tributaria y también el área donde en democracia se concentra el poder político” (“The charity of the uncharitable”, Western Economic Journal, diciembre 1971).
Las transferencias en los Estados modernos obedecen a su propia lógica política y a la capacidad de organización de quienes pueden movilizarse y presionar, de los que se nutren de su gasto y de los que no pueden eludir su fiscalidad. Allí no están nunca los pobres. Las transferencias a veces son al revés, como en la universidad pública, donde los impuestos de los pobres financian las licenciaturas de la clase media y los ricos. A veces son de jóvenes a viejos, sin importar la renta: eso es la Seguridad Social. O de personas sin hijos a personas con hijos, etc. Y en general de grupos desorganizados a grupos organizados: de ahí el torrente de subvenciones destinadas a capítulos que no tienen nada que ver con la igualdad o la solidaridad con las personas más pobres, desde las televisiones públicas hasta las multinacionales del sector del automóvil, pero que atienden a objetivos interesantes para los grupos de presión y para el poder.