Muy importante ha de ser un personaje literario para convertirse en adjetivo. Así ha sucedido con “robinsón”, que define el DRAE: “Hombre que en la soledad y sin ayuda ajena llega a bastarse a sí mismo”.
La figura de Daniel Defoe ha atraído la atención de los economistas, porque en su azarosa vida, en la que solo le llegó el éxito en 1719, precisamente, con Robinson Crusoe, viajó extensamente por Europa y se ocupó de analizar cuestiones económicas, que plasmó en varias obras. La más conocida es El perfecto comerciante inglés, publicada en 1726, cinco años antes de su muerte. En este libro, Defoe, un comerciante él mismo, presenta un encendido elogio de los comerciantes ingleses y del papel clave del intercambio en la economía: el comercio expande el consumo y el empleo, y permite a los desfavorecidos dejar atrás la pobreza.
En Robinson Crusoe hay bastantes referencias económicas, desde los tratos y contratos, que se cumplen, hasta herencias y propiedades, y el movimiento internacional de dinero mediante letras de cambio. Pero, en esencia, la inmortalidad de Defoe se debe al fondo de esta historia, que es la de un hombre que no comercia, un hombre solo, la antítesis del comerciante, porque no hay negocio con aislamiento. Quizá la explicación estribe en eso, en que el autor quiso señalar lo malo de la soledad, lo malo de la ausencia de comercio.
A pesar de que solemos creer que Robinson Crusoe es una pura novela de aventuras, en realidad es un drama cargado de desventuras que su protagonista descarga sobre sí mismo, porque es un irresponsable. Una prueba de que esto es así, y de que pensamos que el solitario náufrago tuvo una vida más bien agradable y entretenida en la isla, es que casi nadie recuerda el tiempo que pasó allí solo: la friolera de veintiocho años.
Tampoco se recuerda que Crusoe naufragó varias veces antes del naufragio definitivo, por haberse obstinado en apartarse de los consejos de su padre, que le había dado una excelente formación para instalarse profesionalmente como abogado: “pero nada me satisfacía sino el mar”. Y así, contra las órdenes de su padre y las súplicas de su madre y sus amigos, se deja arrastrar por “esa propensión fatal, que llevó directamente a la vida miserable que me esperaba”.
No le agrada a Crusoe en absoluto la vida solitaria. Cuando por fin Viernes y él consiguen escapar y viajar a Inglaterra, sólo se embarca una vez más, rumbo a Lisboa, para los trámites de recuperación de sus bienes y tierras en Brasil. Y decide no tentar a la suerte, regresando a casa por tierra y no por mar. Cruzando los Pirineos se topan con lobos hambrientos, pero cualquier cosa soportará Robinsón Crusoe antes que una nueva tragedia de soledad sin comercio.