Lo primero que sucedería es que los políticos dejarían de cobrar del erario público y deberían vivir de sus labores, oficios, capitales o profesiones respectivas. Aunque parezca asombroso, eso fue lo que sucedió durante mucho tiempo en los albores de la historia parlamentaria y democrática. En algunos municipios pequeños de España sucede todavía hoy. Pero en la gran mayoría de los casos no es así, y los políticos cobran del erario, en ocasiones sumas cuantiosas. Si dejaran de hacerlo el cambio sería muy considerable. No hay que olvidar, aunque siempre se olvida, que la política es para mucha gente una carrera y un beneficio económico, es decir, que muchas personas entran en política y ganan más dinero que el que ganaban antes. El escenario que estamos vislumbrando sería justo el contrario: ningún político cobraría retribución presupuestaria alguna, y esto afectaría no sólo a los representantes electos sino también a los empleados de los partidos, que actualmente viven del presupuesto y pasarían a vivir de las cuotas de los afiliados. Otro tanto ocurriría con el Poder Ejecutivo, al menos con el presidente del Gobierno y sus ministros: todos ellos pasarían a vivir de su trabajo.
Se produciría un triple resultado de inmediato. Primero, el mundo de la política se reduciría marcadamente porque serían pocos los dispuestos a sacrificar sus bienes en beneficio de los demás. Segundo, aumentaría considerablemente su eficacia. Y tercero, disminuirían radicalmente las intrusiones del poder político en la vida y la propiedad de sus súbditos. En suma, si los políticos no tuvieran privilegios, tenderían a dejarnos fundamentalmente en paz.
Si usted cree que este escenario es bonito, espere a ver lo siguiente. Si los empresarios no tuvieran privilegios desaparecerían todos los lobbies, desde la CEOE hasta el más pequeño grupo de interés, porque los gobiernos nunca podrían “ayudar” a unos empresarios en perjuicio de otros. Todos los ingentes recursos dedicados a influir sobre las autoridades permanecerían en manos de los ciudadanos accionistas y propietarios de las empresas, unas empresas cuyo único objetivo pasaría a ser desarrollarse en libre competencia con todo el mundo. La consecuencia sería una economía muy productiva en beneficio de la comunidad.
Y si los sindicalistas no tuvieran privilegios, ninguno de ellos podría cobrar del presupuesto público, y todos vivirían de su trabajo, como efectivamente sucedió durante su historia inicial. Su actividad se reduciría marcadamente, y no violarían los derechos de los trabajadores si fueran éstos con sus cuotas los únicos responsables de pagarles el sueldo. Los incontables atentados contra los ciudadanos en las huelgas desaparecerían como por ensalmo, porque las huelgas sólo se harían contra los empresarios, y nunca contra el pueblo, que es la regla actual. Se acabarían los liberados y los piquetes, y los sindicalistas, por cierto, pasarían a gozar no de un privilegio pero sí de una agradable circunstancia que hace años han perdido: el aprecio de los trabajadores.
No le extrañará a usted que todo esto a mí me parezca la pera.