Esta semana lo crucificaron a Pablo Casado, porque dijo que Puigdemont puede acabar detenido, igual que Companys. El diputado y vicesecretario de comunicación del Partido Popular fue despellejado por los mismos que se creen con derecho a decir cualquier barbaridad sobre cualquiera. Pero esta hipócrita asimetría es normal, y proviene del narcisismo que suele caracterizar a los totalitarios.
Más interesante es mirar la historia, no porque vaya a repetirse, que quiera Dios que no, sino porque puede brindar a veces lecciones útiles para el presente.
Dice Alejandro Nieto que la tragedia de Companys fue alimentada por una incomprensión mutua entre grupos de catalanes y de otros españoles: “Fruto en parte de una educación perversa, el resultado fue un desconocimiento recíproco letal para todos. Del parentesco y la simpatía se pasó a la ignorancia y ésta terminó convirtiéndose en odio. La falta de empatía sustituye a la razón por la pasión y con los sentimientos no cabe razonar. Con el agravante de que la falta de empatía de los protagonistas de la historia contamina fácilmente a los analistas y a los historiadores, a los que incapacita para entender a los que por pasión se ha convertido en enemigos” (Alejandro Nieto, La rebelión militar de la Generalidad de Cataluña contra la República. El 6 de octubre de 1934 en Barcelona, Madrid, Fundación Alfonso Martín Escudero/Marcial Pons, 2014).
El análisis de esos hechos trágicos es complicado, empezando porque no hubo una rebelión sino dos: la militar y la político-sindical. En ese contexto la Generalitat se mantuvo “desgarrada en fracciones”, e inició una acción armada sin ninguna posibilidad de éxito, mientras que el Gobierno de la República actuó incorrectamente, “malgastando el triunfo militar en un descalabro político que pagarían muy caro las derechas al tiempo que las izquierdas y los partidos catalanistas se rearmaban”.
La lección de ambos errores para nuestros turbulentos tiempos presentes es diáfana, del mismo modo en que lo es la necesidad de responder el discurso victimista nacionalista, porque de no hacerse, entonces se termina “alimentando su amargura y su convicción de que, pese a sus privilegios constitucionales, se desconocía su papel en la política española”.
No hay fenómenos históricos complejos que se adapten a una explicación simple y un origen único. Alejandro Nieto subraya, eso sí, como Azaña, una hipótesis que siempre conviene ponderar: la ignorancia de los actores sobre las alternativas que realmente tenían y las consecuencias de escoger cualquiera de ellas: “Companys nunca pensó seriamente en una rebelión militar (y por eso no necesitaba armas ni municiones) sino en una proclamación civil, un pronunciamiento civil, repitiendo lo que con tanto éxito había hecho el 14 de abril de 1931”. Un órdago que supuso que el Gobierno de Madrid no iba a aceptar…