Mario Vargas Llosa, al condenar en Barcelona los estragos de la “pasión nacionalista…que ha llenado la historia de guerras, de sangre y de cadáveres”, subrayó que esa pasión es una “religión laica, herencia lamentable del peor romanticismo”. Se trata de dos grandes males de los tiempos modernos.
Chesterton nunca dijo: “Cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”, sino: “El primer efecto de no creer en Dios es que perdemos el sentido común”. La frase real y la irreal, sin embargo, en última instancia coinciden. El sentido común nos orienta, aunque no siempre bien, a la hora de dar o no crédito a según qué nociones; y, asimismo, parece haber una pulsión religiosa en los seres humanos que nos impulsa efectivamente a la divinización, de Dios, o, si lo rechazamos, de otras alternativas.
Lo malo estriba en que esas “otras alternativas” pueden adoptar la forma de la política, y la dinámica de esta, cuando deja de estar contenida por el respeto a la libertad individual (o por el temor, mire usted por dónde, de Dios), tiende a expandirse buscando motivos para seleccionar privilegiados y damnificados, y para aplicar la coerción, beneficiando a los primeros y perjudicando a los segundos. Esta es una dinámica contradictoria con la noción de Dios, ante el que todos somos iguales. Aplicar la fe divina a lo que no es Dios, por tanto, resulta peligrosa, como lo prueba la historia del colectivismo en todas sus variantes, en especial el nacionalismo y el comunismo, seguramente las dos peores religiones laicas que hayan abrazado los hombres. Incluso los ateos y agnósticos podrán coincidir en que, si la religión “sensu stricto” puede ser mala, la religión laica puede ser mucho peor.
Vargas Llosa habló también del “peor romanticismo”, aludiendo al nacionalismo. El romanticismo tuvo elementos plausibles, empezando por el liberalismo frente al despotismo, pero también el aprecio por el subjetivismo, el individualismo, los sentimientos, la creatividad, la vitalidad, la rebeldía y la originalidad.
Estos valores como prácticamente todos, pueden convertirse en vicios si son exagerados. Una cosa es reaccionar contra la supuesta omnisciencia de la razón humana, y la sabiduría incuestionable de las instituciones sociales, como hizo la Ilustración liberal, y otra cosa es arrasar con la racionalidad e instaurar la fatal arrogancia de pretender cambiar la sociedad desde el idealismo más narcisista, donde la pasión por mejorar al hombre en abstracto no se detenga ante los derechos y libertades del hombre concreto. Una cosa es amar la naturaleza y otra rechazar la civilización. Una cosa es apreciar la diferencia y otra cosa es anular a amplios segmentos de la sociedad que no comparten esa diferencia: de ahí el sectarismo nacionalista.
Dijo Isaiah Berlin que el romanticismo, al renegar de la racionalidad y las tradiciones éticas y religiosas, puede desembocar en el relativismo y la ignorancia, o en cualquier experimento político colectivista, empezando por el nacionalismo.