No ha habido consigna más repetida por los nacionalistas catalanes que esta: “Votemos para ser libres”. Es una consigna antiliberal.
Comprendo que esto resulte paradójico, pero la razón estriba en la identificación entre urnas y libertad, que lleva a concluir que el voto es en sí mismo la expresión inequívoca de una comunidad de mujeres y hombres libres.
Dicha identificación ha sido profusamente utilizada por los nacionalistas, con argumentaciones que recurren al inapelable sentido común: si solo queremos votar, ¿qué problema puede haber?; si somos demócratas, tenemos que poder votar; y si nos lo impiden, es una clara vulneración de la democracia, etc.
Sin embargo, el voto no es igual a la libertad, porque en los regímenes más tiránicos la gente ha acudido a las urnas. El pueblo ha votado masivamente en dictaduras comunistas y fascistas, en la Cuba castrista y en la Alemania nazi. El hecho del voto, en sí, no significa, efectivamente, libertad.
Los propios nacionalistas indirectamente lo han reconocido. Cuando hablan de votar, no hablan de votar para permanecer en España, igual que cuando hablan del fantasmagórico “derecho a decidir” nunca hablan del derecho que asiste al botiguer de decidir rotular su escaparate sólo en castellano, o en el idioma que libremente elija.
Una prueba del totalitarismo nacionalista es que, con todo su énfasis en el derecho al voto, jamás habla del derecho individual de las personas concretas. El derecho para el nacionalismo nunca es individual, sino colectivo. Recordaba la semana pasada en “Expansión” Clemente Polo, catedrático de la Autónoma de Barcelona, que la “ley” del referéndum dice que “prevalece sobre todas las normas con las que pueda entrar en conflicto, en tanto que regula un derecho fundamental e inalienable del pueblo de Cataluña”. Nótese la retórica solemne y la trampa colectivista: no hay derecho de don Joan Pérez, ciudadano de Barcelona; su derecho no es fundamental ni inalienable, porque está subordinado al derecho supremo “del pueblo de Cataluña”.
En el Palacio de Justicia de Colombia, en la bogotana Plaza de Bolívar, campea esta frase de un gran prócer del país, el general Francisco de Paula Santander: “Colombianos: las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. Esta frase, que habría hecho las delicias de Jeremy Bentham, y que refleja el predominio del utilitarismo y el positivismo jurídico, que impregnaron la filosofía del derecho desde entonces, es tan bella como equívoca. La tradición liberal, en efecto, cuestiona, al menos desde el vascofrancés Frédéric Bastiat esta idea, y la vuelve del revés: no somos libres porque tenemos leyes, sino que tenemos leyes porque somos libres. Si no fuera así, la libertad no estaría garantizada, porque la misma ley que nos da la libertad nos la puede quitar.
No votamos, pues, para ser libres, sino que como somos libres, votamos. Si no lo somos, bien podemos votar para consagrar la servidumbre en Cataluña. Y fuera de ella.