Como tantas veces sucede en política, da la sensación de que los actores pueden sentirse satisfechos y el público decepcionado. El Govern y los independentistas han logrado que un número apreciable de personas votara en su simulacro de referéndum, y el uso de la fuerza por parte de policías y guardias civiles, ante la inacción de los Mossos d’Esquadra, les permite enfatizar un previsible discurso: la “brutalidad policial” nos ha impedido el derecho a votar, es una vergüenza para el Estado, no son demócratas, acertábamos cuando los acusábamos de fascistas, no podrán callar la voz de pueblo, etc. Por su parte, el Gobierno central ha logrado que no tuviera lugar un referéndum de verdad, y se presenta como el defensor de la legalidad democrática, sin un grado de violencia desproporcionado, dadas las circunstancias.
Muchos ciudadanos, dentro y fuera de Cataluña, en cambio, tenemos razones para el desánimo. Puede pasar cualquier cosa, incluida la declaración unilateral de independencia. Si esto no se produce, puede haber nuevas elecciones con un resultado aún más favorable a los independentistas, o una nueva negociación con el Estado que los continúe fortaleciendo. La sociedad catalana sigue dividida, acaso cada vez más, que es precisamente lo que se debió haber evitado desde el principio, y no se hizo.
Zavalita piensa, en las primeras líneas de Conversación en La Catedral: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Hace pocos días, Mario Vargas Llosa recordó la Barcelona en la que vivió de 1970 a 1974, y dijo no reconocerla hoy, porque entonces la ambición era la democracia: “El nacionalismo estaba completamente marginado. Yo no conocí un nacionalista en cinco años, parece una broma, pero no lo es, ninguno”.
Ahora bien, si la situación ha cambiado de forma tan notable, esto es algo que los nacionalistas pueden defender recurriendo a la voluntad popular. Después de todo, y gracias a Dios, estamos muy lejos de los terribles años 1930, cuando se produjo la rebelión de la Generalidad contra la República. El florecimiento de los nacionalistas se ha dado en un marco pacífico y democrático, incomparablemente distinto del que iba a desembocar en la Guerra Civil y la dictadura franquista. Por lo tanto, en una Cataluña democrática, si los separatistas apenas tenían peso hace cuatro décadas y hoy pueden ser un tercio de los catalanes, eso sólo puede deberse a que, con libertad de elegir, una parte cada vez más relevante del pueblo de Cataluña ha elegido ser independentista.
El problema con esta argumentación es doble. Por un lado, una sección del pueblo, por numerosa que sea, no es todo el pueblo, a pesar del énfasis nacionalista en excluir de esa categoría a quienes no se pliegan al independentismo. Pero, por otro lado, el pueblo no es una entidad petrificada, porque los ciudadanos cambian de opinión, y en ese cambio la política cumple un papel fundamental. Como dicen los de Podemos, en una muestra más de su funesta combinación entre fascismo y comunismo, el pueblo se “construye”. En esa construcción y en su contexto entendemos el auge del nacionalismo y del populismo, en un jardín cuyas responsabilidades se bifurcan.
El Estado democrático español ha hecho paradójicamente mucho por quienes aspiran a desmembrarlo. Comentaba Gabriel Tortella la semana pasada en El Mundo que los nacionalistas jamás habrían podido intoxicar a la población como lo han hecho durante décadas sin controlar con mano férrea la educación pública y la televisión pública. Y todo el poder que han ido acumulando lo han logrado de acuerdo con el Estado, que les ha dado todo, bajo gobiernos del PSOE y del PP, y que ahora parece sorprenderse de las consecuencias.
Cabe predecir que el separatismo seguirá su marcha, justificándolo todo en nombre de la patria, desde atropellos hasta latrocinios, y aglomerando a los conservadores, antaño catalanistas moderados, junto con los que Tortella llama con gracia los “carlistas leninistas” de la CUP. Secundará el movimiento la izquierda radical, que suturará con el nacional-populismo su herida ante la caída del Muro de Berlín, y una parte de la izquierda socialdemócrata, incapaz de reemplazar con nada un Estado del bienestar cuyos costes políticos pueden empezar a superar sus beneficios.
Hemos citado antes la pregunta de Santiago Zavala en Conversación en La Catedral. Pero ¿cuál es la respuesta a ese interrogante célebre? No la hay, al menos a cargo del protagonista. Sin embargo, en el capítulo ocho habla el bohemio Carlitos, su compañero en el diario La Crónica, y formula un lúgubre diagnóstico que no era realmente ajustado en el Perú, y que, a pesar de los pesares, tenemos que hacer todo lo posible para lograr que tampoco lo sea en Cataluña y el resto de España: “Con dogmáticos o con inteligentes, el Perú estará siempre jodido –dijo Carlitos–. Este país empezó mal y acabará mal. Como nosotros, Zavalita.”