Al revés que muchos de mis colegas, siempre he pensado que en la educación los alumnos son más importantes que los profesores. Entiéndase bien: no digo que los docentes no contemos para nada, primero, porque es falso, y, segundo, porque estaría echando piedras sobre mi propio tejado, considerando que empecé a dar clases en la Universidad en Buenos Aires en 1972, y no he dejado de hacerlo en los cuarenta cinco años que siguieron.
Lo que digo es otra cosa: que la buena educación es la que brinda un marco propicio para que los alumnos aprendan con dedicación y esfuerzo. Un ámbito que conozco es el de los profesores de Economía y Empresa. Como sabe cualquiera, los MBA dictados en España por diversas instituciones privadas están entre los mejores del mundo, mientras que nuestras universidades languidecen en todos los ránkings. Dirá usted: claro, porque los profesores son mejores en esos MBA. Pues no es así. Conozco a muchos de ellos, y no son significativamente mejores que los de las universidades públicas, como la mía, la Complutense de Madrid, donde he profesado durante muchos años.
Entonces, ¿qué sucede? Que el marco institucional es radicalmente diferente. Esos MBA son dictados en entidades privadas, que cobran mucho (aunque hay becas para los buenos estudiantes) y exigen mucho a los alumnos, y pagan bien y también exigen mucho a los profesores, que están retribuidos según su excelencia. En la universidad pública es justo al revés. En ella mandan los políticos, los burócratas y los sindicalistas; los profesores nos elegimos y promovemos entre nosotros, y si somos funcionarios tenemos la plaza asegurada de por vida, con unos sueldos que prácticamente (excluidos los sexenios de investigación) no permiten distinguir entre los profesores buenos y los malos; las matrículas para los estudiantes son muy baratas o gratuitas, y hay becas conforme a los ingresos, no al mérito. El esfuerzo no es particularmente premiado en ninguna parte. ¿Es acaso asombroso que los resultados académicos no sean excelentes en la educación pública?
Dirá usted: hay excepciones. Por supuesto que sí. Le cuento una. Me interesó un artículo de Alba Muñoz y Guillem Sartorio en Papel, el suplemento dominical de El Mundo, sobre el colegio Joaquim Ruyra, de La Florida en L’Hospitalet de Llobregat, que presentaron como un prodigio que “desafía todos los dogmas del sistema educativo”. Y prodigioso parece: “el nivel académico de los alumnos de primaria de este centro público está muy por encima de la media. En alguna materia supera incluso el de los colegios privados de más prestigio de Cataluña”.
Lo llaman “el milagro educativo”. Y lo parece: “El Joaquim Ruyra desafía todos los dogmas del sistema educativo: está en un barrio conflictivo, el 92% de los alumnos son extranjeros… y aún así logra mejores resultados que muchos colegios de élite”. Pero no es “aún así”, es que los alumnos están preparados para esforzarse y responder a los incentivos de los profesores, y recíprocamente. Todos aprovechan el estímulo que tienen todas las personas, pero sobre todo los pobres inmigrantes, a mejorar en una vida que siempre es complicada, y más para ellos. Por eso funciona bien el colegio: porque tiene buenos alumnos.