Cuando los socialistas privatizaron el INI, en tiempos de Felipe González, se encontraron con una dura resistencia por parte de los sindicatos, que los acusaron de liberales. Se repitió la historia veinte años más tarde cuando Rodríguez Zapatero acometió lo que muchos consideraron un deplorable “viraje ideológico”.
Ahora bien, Felipe González presidió cuatro Gobiernos en los que el Estado se expandió sin cesar. El gasto público llegó al 50 % del PIB a comienzos de los años 1990, una cifra nunca alcanzada antes. Es verdad que el socialismo liberalizó los horarios comerciales en 1985, pero en 1993, cuando necesitó el apoyo de los nacionalistas catalanes, González se cargó esa libertad, que nunca hemos recuperado con gobiernos supuestamente tan “liberales”.
Si los socialistas privatizaron las empresas públicas no fue porque asumieran los errores de su doctrina y abrazaran las ideas liberales. Lo que sucedió fue que el Estado no es un ente inmutable, como creen muchos, liberales o no. El Estado cambia, en busca de consolidar su legitimidad, que puede exigir que lo que antes se defendía, ahora se ataque, y al revés. Cualquiera que recuerde el funcionamiento de las empresas públicas (vimos el pasado lunes el símbolo del zumo de naranjas de Iberia), comprenderá que perdían legitimidad por momentos, mientras que la coacción política y legislativa podía ganar apoyo popular con la “expansión de derechos”, que fue el mantra socialista (de todos los partidos) desde entonces.
Si Zapatero dejó de aumentar el gasto público en 2010 no fue porque percibió los errores del socialismo, sino porque su propia expansión del gasto cuando la crisis derrumbó la recaudación tributaria hacía imposible seguir aumentándolo al ritmo precedente, so pena de llevar al país al default y al bochorno internacional. Entonces simuló ser un gobernante responsable, que sube mucho los impuestos y contiene poco el gasto para defender el Estado de bienestar. Poco tiempo después Mariano Rajoy hizo lo mismo por las mismas razones.
Así, pues, la economía pública no tiene como objetivo el bien común sino el bien del Estado, y dicho bien puede exigir que el Estado cambie de banderas. Esta es la lógica que hay que entender, y que puede llevar a sorpresas mayúsculas a quienes conciben un Estado petrificado, como son muchos liberales que creen que el Estado malvado siempre sube los impuestos. No es así: cuando esa subida lo deslegitima, los baja, como sucedió en los países nórdicos.
Un escenario divertido sería que la banca central adoptase los principios de su principal enemiga. Después de todo, Jean-Claude Trichet, entonces presidente del Banco Central Europeo, escribió un elogio en la contraportada de la edición en inglés de Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, de Jesús Huerta de Soto, el principal exponente español de la escuela económica más liberal y más hostil a la banca central: la austriaca.