Leí en Expansión hace un tiempo un artículo sobre los problemas entre el gobierno de la India y los agricultores, motivados por el intervencionismo de las autoridades en el mercado de suelo agrícola. Pensé, lógicamente, que en todas partes cuecen habas. Pero recordé también La enmienda de Tods, el delicioso relato que un veinteañero Rudyard Kipling publicó en 1888.
En un momento como el actual, donde reflorece la venerable fantasía ilustrada de que todo se puede hacer desde el poder en beneficio de los “de abajo”, como dicen los populistas, e ignorando sus circunstancias, argumentos e instituciones, conviene volver a Kipling, que conocía bien la India, y que desconfiaba sanamente de políticos, burócratas y legisladores.
Tods es un niño anglo-indio de seis años que vive en la ciudad de Simla, donde se está preparando la reforma de la Ley de Arrendamientos para los Valles. Los nativos, en particular los pequeños agricultores, estaban molestos con la reforma, algo que ignoraban las autoridades británicas pero no Tods, que se mezclaba con los indios y hablaba su idioma.
El padre de Tods organiza una cena a la que acuden varias personas, entre ellas el “Legal Member”, el vocal jurídico del Consejo Supremo que había redactado la reforma, que limitaba el plazo de los arrendamientos a cinco años, supuestamente para proteger a los arrendatarios e impedir que los exprimieran los propietarios. Tods se cuela en la cena y, ante el asombro de los comensales, en especial del “Legal Member”, les explica que están equivocados, y les brinda el punto de vista de los indios, cuyas quejas había oído a menudo en tiendas y bazares.
Su breve exposición deja en claro que la vida de un indio implica la de su hijo, y no se puede legislar sólo para una generación; los indios, subraya Kipling, “odian ser sobreprotegidos contra sí mismos”. Los campesinos dicen: “no somos tan párvulos como supone el Gobierno”. Si ven una tierra buena, quieren arrendarla a largo plazo, para que quede para sus hijos, y no tener que cambiarla cada cinco años, con trámites y costes burocráticos y judiciales, “a veces en mitad de la cosecha”.
El vocal se da cuenta de que Tods puede tener razón, y entonces hace lo que debió haber hecho antes: busca el testimonio de los afectados, que le ratifican en líneas generales lo que le había avanzado ese chico avispado de seis años.
Al revés que en tantas ocasiones en la vida real, Tods’ amendment tiene un final feliz. El vocal enmienda la ley, ajustándose a los deseos y las tradiciones de quienes debe proteger, básicamente dejándoles en paz. Se corre la voz en la ciudad de que el pueblo ha sido salvado merced a la providencial intervención de Tods, cuya madre debe actuar enérgicamente para impedir que el niño se indigeste con “los cestos de frutas, pistachos, uvas de Kabuli y almendras que se amontonaban en la galería”.