Jorge Luis Borges incluyó en Otras inquisiciones un breve y jugoso texto titulado “El pudor de la historia”.
Rastrea hasta Goethe en 1792 la costumbre de señalar un acontecimiento presente como “histórico”. A continuación aparecen unas líneas típicamente borgesianas, con ironía pero también con profundidad: “Desde aquel día han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos (singularmente en Italia, Alemania y Rusia) ha sido fabricarlas o simularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas, en las que se advierte el influjo de Cecil B. de Mille, tienen menos relación con la historia que con el periodismo: yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas”.
Efectivamente, como el periodismo estriba en contar noticias, los periodistas estarán siempre interesados en lo que es histórico en el sentido de que es digno de pasar a la historia. El periodismo, así, divulgará todo lo que sea histórico aunque sea del presente, y aunque no haya forma de saber si realmente pasará a la historia.
Conjeturo, sin embargo, que la profusión impúdica de la etiqueta “histórico” no tiene ver con el periodismo sino con la peor de sus deficiencias, que es la pérdida de espíritu crítico frente al poder. El interés de llenar el presente de historia se corresponde con lo peor de la política, desde lo insulso, lo vanidoso y lo frívolo, habitual en los gobernantes, hasta lo más violento y totalitario, como se observa en la sistemática pretensión de adueñarse de la historia que presentan los socialistas de toda laya, desde los nazis hasta los comunistas.
Esta pretensión ampara la ejercitación ilimitada de la política y la legislación, precisamente porque brota del conocimiento: no es casual que quien presumió de conocer nada menos que las leyes de la historia, es decir, el marxismo, se haya concretado en los regímenes políticos más sanguinarios de todos los tiempos. Las variantes más vegetarianas del socialismo siempre recurren a la “fatal arrogancia” de pretender que saben todo más y mejor que los ciudadanos, con lo que están legitimados para intervenir en sus vidas y haciendas.
Volvamos, pues, a Borges y a su realista visión de la historia, marcada inevitablemente por la ignorancia: nunca sabemos en realidad qué cosas serán históricas. Cuanto más se extienda esta modesta y púdica noción, más segura estará la libertad. Ortega captó la importancia de dicha ignorancia en un precioso chiste que desnuda la arrogante pretensión de saber lo que pasa y lo que pasará. Se trata de un caballero que parte al frente de batalla y se despide así de su mujer: “Adiós, amor mío: me voy a la Guerra de los Treinta Años”.