Hace poco ironizó el Financial Times diciendo que el famoso economista francés Thomas Piketty, criticado por su falta de rigor y su dogmatismo izquierdista, finalmente había reído mejor, pero porque se había encontrado con unos aliados inesperados: los accionistas. En efecto, en varios países hemos visto un resurgimiento de las protestas de los accionistas ante las elevadas retribuciones de los directivos y consejeros de las empresas.
Esas protestas están plenamente justificadas. Después de todo, se supone que las empresas deben crear valor para sus accionistas, y ese valor disminuye si una parte quizá apreciable de los beneficios resulta embolsada por los ejecutivos o miembros del Consejo de Administración.
La cuestión es: ¿cuál es el límite de los sueldos privados? Se entiende que deba existir en las empresas y organismos públicos, pero lo que hagan las empresas privadas debiera ser asunto suyo.
Cabe descartar la monserga sofística, típica de los comunistas y los fascistas, conforme a la cual el poder debe limitar los sueldos de los ejecutivos porque el beneficio deriva de la explotación del trabajador o incluso del consumidor. Lo primero es una patraña marxista, o marxiana, sin fundamento alguno; y lo segundo es otra burrada, que cultivan también algunos nostálgicos del fascismo. En el mercado, los contratos se establecen porque ambas partes pueden ganar: en caso contrario no se firmarían. Y los mercados no son juegos de suma cero: es un viejo sofisma aducir, por ejemplo, que como los directivos ganan mucho, entonces la empresa no puede contratar a más trabajadores, con lo que recurre a explotar más a los que ya tiene. Este tipo de barbaridades aparecen en ocasiones disfrazadas incluso de inspiración católica, por quienes seguramente no recuerdan la parábola de los talentos.
Existe también un pensamiento fofo muy extendido, que, sin recurrir a esos tópicos, y sin reclamar igualdades soviéticas, admite por un lado la existencia de desigualdades salariales, pero añade que los sueldos no pueden ser demasiado elevados, y lo adornan con los adjetivos habituales: obscenos, fastuosos, privilegiados, inmorales, etc.
Como es evidente, esto es pura palabrería, porque ¿quién podrá determinar con justicia qué sueldo es o no es obsceno? Nunca podrá hacerse con justicia: ya intuyeron los religiosos escolásticos españoles hace cuatro siglos que el precio justo es el precio de mercado.
Sin embargo, eso no quiere decir que el Estado no tenga ninguna misión en las empresas privadas. Irónicamente, su misión es la contraria de lo que suele reclamársele: rebajar impuestos y costes a las empresas y los trabajadores, y no fomentar las estructuras de privilegios sectoriales, con subsidios y monopolios de toda suerte, que son precisamente las que suelen subyacer a los salarios desorbitados que suscitan después la inquina de accionistas y muchos otros ciudadanos.