«Cuando el hierro era más caro que el oro»

Seguidor del gran Carlo Cipolla, el economista Alessandro Giraudo nos propone en este libro [Cuando el hierro era más caro que el oro, Ariel] “un viaje con una alfombra voladora imaginaria por las anécdotas y curiosidades de la historia económica mundial”. Son sesenta capítulos, la mayoría interesantes, empezando por el que da título al libro. En efecto, hace cuarenta y cinco siglos los asirios pagaban el hierro ochocientas veces más caro que el oro, porque no había hierro, salvo el que caía con los meteoritos. No se sabía aún generar una temperatura tan alta como para fundir el mineral de hierro. Con el tiempo se conseguiría hacerlo y por eso se abarató el hierro y se dejó atrás el bronce, en particular para la fabricación de armas.

El comercio y el mercado son antiquísimos, y su evolución, a menudo frenética y a veces cruel, queda retratada en este libro, de los esclavos a las especies, de la plata a los pigmentos, del oro a la nuez moscada, del cobre a la seda, del lapislázuli a las pieles, de la porcelana al mercurio. Había un mercado de libros en Fráncfort siglos antes de la imprenta, y hubo mercados de futuros mucho antes de nuestro tiempo.

Es saludable la incorrección política de Giraudo: los mercaderes mitigan el impacto de las hambrunas; los bancos centrales se crean para pagar las guerras; la deforestación no es un peligro actual sino que lo fue hace quinientos años, con el auge de la construcción naval en tiempos cuando se podían usar 4.000 troncos para fabricar un solo barco; las ballenas corrieron peligro de extinción a mediados del siglo XIX, cuando 15.000 eran cazadas cada año, y la actividad era de las más importantes de Estados Unidos: no es casualidad que Moby Dick apareciera entonces; por cierto, lo que salvó a las ballenas no fueron los ecologistas sino el petróleo, que fue descubierto entonces en Pensilvania, y era un sustituto más barato que el aceite de ballena como combustible. Máxima incorrección: el calentamiento de la Tierra hace mil años vino acompañado de una apreciable prosperidad, mientras que el enfriamiento en el siglo XIV provocó hambrunas terribles y propició la peste negra.

Varios capítulos, y en especial el 48, ilustran, o más bien deprimen, al lector sobre la enorme capacidad e imaginación del poder para usurpar los bienes de sus súbditos. Ya en el antiguo Egipto había que pagar un impuesto sobre el aceite, y desde entonces también…sobre lo que a usted se le ocurra: la sal, los naipes y los dados, las chimeneas, las ventanas, los sombreros, las pelucas, las lámparas, los cristales, las velas, y hasta la orina que usaban los artesanos marroquineros. Enrique VIII estableció un impuesto sobre las barbas y los canadienses uno sobre los chinos, como en Roma hubo otro sobre los judíos.

Eso sí, la gente procuraba defenderse, a veces hasta las revueltas, porque hubo muchas contra los impuestos, que animaron el resentimiento hasta en las revoluciones francesa y americana. Y antes: el impuesto sobre los barcos fue una de las causas de la pérdida de la popularidad de Carlos I en Inglaterra, que después perdería la cabeza. Las víctimas, si podían, reaccionaban, y el poder también. En 1784 William Pitt el Joven puso un impuesto sobre los ladrillos; las fábricas reaccionaron haciéndolos más grandes, y el gobierno contraatacó fijando el tamaño máximo que podían tener los ladrillos. Lo único que no sucedía es lo que sucede ahora, en que la evasión, que es masiva hoy como antes, no es celebrada.

La capacidad del poder para hacer daño es copiosa y remota. El papel moneda, por ejemplo, fue inventado por los chinos, por los comerciantes privados, y ya se utilizaba en el siglo IX. Los gobernantes los imitaron y, ya se lo estará maliciando usted, lo estropearon todo emitiéndolo en exceso para financiar el aumento del gasto público.

Un volumen, en suma, atractivo, aunque inevitablemente irregular, y al que cabe reprochar aún más la deplorable costumbre de ahorrarse índices onomásticos y temáticos.