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Muy interesante crítica la suya, publicada en el ABC del 15 de octubre de 1988 y que no leí en su día, al Diccionario de economía de Ramón Tamames editado por Alianza en ese año. Yo me lo compré tras haberme comprado un curso de economía suyo que no me dio mala impresión cuando lo ojeé en la librería. Al hacer lo mismo con el diccionario, no me acabó de convencer, pero coleccionista de diccionarios como he sido y me gustaría seguir siéndolo si pudiera, me lo compré de todas formas, no porque un diccionario económico a mi me fuera a servir para aprender nada, ya que no pensaba estudiármelo, sino porque pensaba que tal vez me resultara alguna vez de utilidad para averiguar el significado de alguna cosa en la que un insignificante servidor estuviera pez. A pesar de ser yo profano en la materia, lo que sí advertí enseguida es que algunas explicaciones eran deficientes, y lo eran porque por ejemplo al intentar yo sacar algo en limpio de ellas, es que no había manera de conseguirlo. Que es el asunto que quería tratar como el hacedor de diccionarios que soy. Precisamente hoy día 24 de junio de 2016, por esas casualidades de la vida, he publicado en un blog una crítica que tenía hecha al diccionario de la Real Academia de la Lengua (puede leerse en https://marcelinovaleroalcaraz.wordpress.com/2016/06/24/es-el-diccionario-normativo-una-castana/). Si el mismísimo y sacrosanto DRAE es, por decirlo suavemente, manifiestamente mejorable en multitud de sentidos (doy ahí sólo un botón de muestra, pero dan sus deficiencias para escribir un libro), pues ya me contará usted. Dice usted al respecto en su antiguo artículo, y dice bien, que <>. Tengo que reconocer que me intimida un poco leer algo así, por la parte que me toca, pero no puedo estar más de acuerdo: yo odio profundamente las negligencias en los diccionarios, y de ahí el que no me quedara más remedio en su día que intentar hacer yo lo que pudiera para subsanar tanta mediocridad, ya que por poco bien que se me diera, la colocación tan baja del listón me ponía fácil hacer lexicones que me resultaran menos odiosos que los existentes. <> dice usted. Una severidad excesiva parece a primera vista, pero así exactamente es como yo lo siento: si uno enseña, no basta con cubrir el expediente: ha de ser buen enseñante. Lo malo es que es difícil realizar el esfuerzo de serlo cuando se tiene el éxito asegurado no siéndolo o cuando se tiene el dinero asegurado, porque para eso está el pródigo papá estatal (¡tan espléndido con sus buenos hijos!), con independencia de que se lo gane uno o no enseñando bien. Igual me equivoco (je, je, qué falso soy), pero a mí me parece que a la RAE el estado (yo lo escribo con inicial minúscula) no le va a andar mirando las definiciones y demás aspectos de un diccionario para, si no tiene la calidad debida, retirarle la pasta gansa que, quiéranlo los contribuyentes españoles o no, habrán de apoquinarle, yo entre ellos a pesar de que para mí ese invento es una competencia desleal: al pagar yo impuestos, o mucho me equivoco o estoy subvencionando obligatoriamente y sin escapatoria posible a mi competencia. ¿Es eso del género tonto? No, porque ya digo que escapatoria no hay. Es de preso de un sistema antiliberal: qué menos que ser libre de no darle dinero a tus enemigos, ¿no? Pues no señor. “¡Viva la libertad!” –gritaba un loco, y el loco (que lo habían sacado loco con tanta unanimidad en el popular sentir antiliberal) era, ¡ay!, yo.