En la Universidad de Verano del Instituto Juan de Mariana, el economista argentino Martín Krause trajo a colación a propósito de los contratos y las deudas la figura de Wilkins Micawber, el personaje de la novela de Dickens David Copperfield. Allí el gran escritor inglés quiso reflejar la imagen de su padre, John Dickens que, al igual que Micawber, no pudo pagar a sus acreedores y fue encarcelado en la King’s Bench Prison, la prisión por deudas y otros delitos y faltas menores, en Southwark, al sur de Londres. Hubo algunas celebridades que fueron alojadas allí, como por ejemplo (esto les gustará a los liberales randianos), el novelista escocés John Galt.
Lo interesante del caso es que Micawber no es una mala persona, no es un estafador, sino un manirroto insensato, necio, optimista irredento que cree que something will turn up, algo sucederá que aliviará todos los males. Por su irresponsabilidad acaba en prisión, de hecho, por no haber seguido su propio lema, el llamado Principio de Micawber presentado en el capítulo 12 del libro: “Renta anual de veinte libras, gasto anual de diecinueve libras y seis chelines, es igual a la felicidad. Renta anual de veinte libras, gasto anual de veinte libras y seis chelines, es igual a la miseria”.
La clave de Micawber, insisto, es que es una buena persona, y esa bondad es lo que finalmente lo salva. David Copperfield, a quien Micawber había ayudado, le consigue un empleo tiempo después con Wickfield and Heep. Este último lo confunde con un delincuente y lo involucra en sus estafas, pero finalmente el propio Micawber contribuye a frustrar sus designios. Después de muchas vicisitudes, consigue salir adelante en el otro extremo del mundo, en Australia, donde prospera como ganadero criador de ovejas, y es finalmente nombrado magistrado.
Pero eso es el final de una historia en la que el lector no puede evitar juzgar severamente a un hombre que no cumple con sus contratos y no está a la altura de sus juiciosas máximas; de hecho, impone a los suyos toda suerte de tribulaciones, mientras proclama: “¡Bienvenida seas, miseria! ¡Bienvenidos seáis, pobreza, hambre, harapos, tempestad y mendicidad! ¡La confianza recíproca nos sostendrá hasta el fin!”.
Y así sucede. Sin embargo, son los sinceros afectos de Micawber lo único que lo salva, y bien pudieron resultar insuficientes, considerando su clamorosa irresponsabilidad, que así como lo llevó a la cárcel podría haberlo llevado a la ruina. Su mérito reside sólo en eso, y, hay que reconocerlo, en la suerte, la inmensa suerte de haber tenido siempre a su lado a Emma, su sufrida mujer, a la que fuerza a empeñar su herencia familiar. Pero ella reitera una máxima: “¡Jamás abandonaré al Sr. Micawber!”. Y no lo hace nunca, en efecto, probablemente, porque confía en otra máxima suya: “Uno aprende gracias a la experiencia”.