Esta obra [Liberales] promete. Por desgracia, no cumple. El texto de cubierta denuncia que “en la segunda mitad del siglo XX una tendencia neoliberal y libertaria convirtió al mercado en una abstracción dogmática que justificaba un egoísmo descontrolado y sin límites”.
Llevo más de treinta años estudiando el liberalismo y desconocía que tan brutal mutación hubiese tenido lugar. Grande fue mi desilusión cuando comprobé que Lassalle es más diestro en lanzar piedras que en enseñar manos: el libro tiene más de 400 páginas y más de 800 notas al pie, pero no detalla esa perniciosa tendencia involucionista. Apenas le dedica unas pocas páginas en el epílogo, donde protesta contra un liberalismo malvado y anarquista, pero sin aportar una sola definición de tan influyente movimiento, ni una cita, ni un nombre, ni un libro, nada.
Dirá usted: bueno, con algo habrá rellenado este caballero los cientos de páginas del volumen. Sí, con la tesis de que el liberalismo es republicano, anglosajón, parlamentario, protestante, y nació con John Locke. Y ya puede usted alegar que el republicanismo brindó regímenes tan antiliberales como los de Cromwell o la Revolución Francesa; que los protestantes tampoco respetaron la propiedad privada y la libertad; que los puritanos de Maine prohibieron el alcohol ya en 1851; que los parlamentos pueden violar y de hecho han violado libertades a lo largo de la historia; y que el jesuita Juan de Mariana ya escribía a favor de la libertad antes de que Locke naciera.
Este libro es minucioso sobre la historia política de Inglaterra pero no presenta una teoría coherente sobre la limitación del poder: considerando que se trata de un texto liberal, no es una deficiencia baladí (lo más entrañable y mágico es el Estado que se limita a sí mismo en p. 362). En vez de abordar este gran asunto, se pierde Lassalle en la idea del liberalismo republicano con una meta innegociable, que no es la libertad sino la virtud. Y así, mientras el lector ve citado a Pocock más que a Popper y Hayek juntos, y a Constant tres veces menos que a Rousseau, al final termina por creer que somos libres porque tenemos leyes redactadas por virtuosos para fomentar la virtud (Bastiat manifestó que tenemos leyes porque somos libres, y no al revés).
Aquí van algunas ideas de o elogiadas por Lassalle: el liberalismo es social, el Estado debe recortar la libertad en aras de salarios justos y justicia distributiva, la propiedad privada es buena si está equitativamente repartida, las propiedades están adscritas a un fin social, no puede haber contratos entre desiguales, la caridad es un derecho de los necesitados sobre los pudientes, y lo individual está subordinado a lo colectivo. Si sumamos a esto las alabanzas a Rawls y recordamos la demonización del liberalismo estaticida, llegamos a la conclusión de que nuestro autor no dice nada radicalmente diferente de lo que sostienen los llamados progresistas.
La profesora María José Villaverde ha denunciado la trampa fundamental del republicanismo, que a través de la virtud busca superar la escisión entre sociedad civil y Estado, que es clave de la libertad. Los republicanos progresistas nos obligan a participar para que seamos libres, y fantasean con que sólo podemos serlo en un Estado que nos fuerza a ser sanos física y moralmente, es decir, que doblega al individuo a la colectividad. Esta conclusión antiliberal, típicamente de izquierdas, no parece del todo ajena a la argumentación del presente volumen. El señor Lassalle es diputado del PP y asesor de Rajoy.