En la publicidad de este libro leí que José Luis Sampedro “lleva más de 60 años proclamando desde la incómoda óptica del marxismo que el sistema económico oculta las teorías que pregonan la decadencia del capitalismo”. No es evidente que Sampedro haya padecido incomodidad y ocultación a la hora de expresar sus teorías, ni durante la dictadura franquista ni mucho menos desde el advenimiento de la democracia. Catedrático, académico, senador real, escritor, su fama es enorme y los periodistas se afanan por recoger sus declaraciones y publicarlas siempre con grandes elogios. ¿De qué se queja este buen señor? El lector podría quejarse en cambio de su victimismo. Dice: “Yo era de Galbraith y el que tenía la prensa era Friedman”. ¡Galbraith sin prensa! Nadie fue más publicado y mejor tratado en los medios que el canadiense, que según Sampedro no obtuvo el Nobel de Economía porque estaba en contra de “los poderes establecidos”. Y este supuesto enemigo del establishment fue embajador de Estados Unidos, e íntimo de John F.Kennedy y de Katharine Graham. Las ideas de Sampedro son las convencionales del intervencionismo, como la que fantasea con que los seres humanos no somos realmente libres, al estar manipulados por la publicidad. “La gente está indoctrinada para ser incapaz de ser otra cosa que consumidor…En el mercado sólo es libre quien tiene dinero…se nos inoculan los gustos y compramos lo que nos sugieren comprar…En el mercado, quien manda es el dinero…el mercado es el gran corruptor…si en otros tiempos fue la hora del capitalismo, hoy lo es la del socialismo”. Sampedro desconfía de la calidad científica de Mises y Hayek, porque proclamaron con acierto el fracaso del comunismo. Confía en el poder político, no en los ciudadanos, pero no es capaz de reconocer el intervencionismo que tiene delante de sus narices, como el monetario. Cree que hay demasiadas personas en el mundo y que el desarrollo está limitado por los recursos naturales; hasta respalda al poco creíble Club de Roma. Apoya la inconsistente “teoría de la dependencia” latinoamericana pero, pocos años antes de la explosión de Zara, afirmó que no había futuro textil para Galicia. Sostiene, también contra toda evidencia, que no se reduce el hambre en el mundo, y tiene la osadía de proclamar que según Adam Smith “es mejor que el Estado no intervenga en nada”. Su visión angelical del Estado tampoco se tiene en pie: “los gastos [públicos] se realizan en beneficio de todos, con ventajas para los más necesitados”. Dice que lo malo del capitalismo es el consumismo, y del comunismo (no sus crímenes sino) el productivismo. En amable resumen, un libro insatisfactorio.