Proclamó el New York Times: “Sachs es probablemente el economista más importante del mundo”. No lo es, pero sí reúne tópicos del pensamiento único, con la noción fundamental de que debemos confiar en la coacción y no en la libertad.
Este celebrado profesor de Columbia es un darling del progresismo, y debería ser reclutado para asesorar a Zapatero, porque su retórica antiliberal, entre melosa y apocalíptica, encaja con el buenismo de nuestro líder. En tal caso, sólo sería menester quizá arrancar de este libro [Economia para un planeta abarrotado] la página 211 donde acusa a España de “saquear el lecho oceánico”. El resto deleitará a nuestras autoridades con su rechazo a las “descarnadas fuerzas del mercado” o “las fuerzas ciegas del mercado”. No le parece necesario demostrar que el Estado es un cálido lince. En realidad, no le parece necesario demostrar nada con respecto al Estado, porque parte de la base de que lo que hace es bueno. De hecho alude a “el sector público y otras fuerzas filantrópicas”.
La libertad, en cambio, es insuficiente o dañina. Por ejemplo, la gente libre puede decidir tener un número determinado de hijos, y esto Sachs lo repudia, porque él sabe cuánta gente cabe en el mundo: 8.000 millones de personas. Cuestionar el aborto es propio de la “derecha religiosa”, de indeseables como Bush, al que compara en su fundamentalismo con Bin Laden. El presidente Kennedy, en cambio, fue un santo porque acabó con la Guerra Fría. No dice ni una sola palabra sobre Reagan.
Tampoco dice ni una palabra sobre las dudas que plantean sus diagnósticos catastrofistas por el calentamiento de la Tierra. Eso sí, deja caer una conveniente condición: vamos al desastre si la tecnología no cambia a mejor, es decir, si no hace lo que ha hecho siempre.
Repite las condenas hacia el siglo XIX, como si los siglos anteriores hubieran sido modélicos, y acusa a la globalización de provocar la Primera Guerra Mundial, ignorando las tendencias antiglobalizadoras precedentes. Incurre en la arrogancia occidental de atribuir la violencia y las guerras a la pobreza, como si Occidente pudiera dar lecciones al respecto.
Asegura que la ONU es lo mejor del mundo, y que la pobreza no se combate liberando el comercio sino subiendo los impuestos para alcanzar la mágica cifra del 0,7 %. No repite las tonterías marxistas de que la riqueza causa la pobreza, pero sí la corrección política del “apoyo mutuo” entre Estado y mercado, como si se tratara de socios de análoga capacidad coercitiva. Canta las loas del oneroso Estado del Bienestar de los países nórdicos, y nada subraya de sus problemas.
Sachs toma lo contingente por necesario, el Estado que tenemos es el que necesitamos, y cuanto más Estado, mejor. No concibe la posibilidad de arreglos alternativos a la coacción política. Alberga, como es habitual entre los progres norteamericanos, un fantasioso rechazo hacia su país, al que concibe como un sitio horrible, repleto de miserables, y con la norma política de “dejar que los pobres se arreglen por su cuenta”.
Junto a sus debilidades analíticas destacan sus buenísimas intenciones y su menosprecio hacia la libertad. El ser humano libre tienen tantos “apetitos destructivos” que Jeffrey Sachs finalmente elogia el vegetarianismo. Todo su mensaje invita a nuestras omniscientes y generosas autoridades a que, también, nos lo impongan.