Thomas Piketty se ha convertido con su libro El capital en el siglo XXI en el discreto encanto de la progresía, por su consigna de que la solución a nuestros males es subir los impuestos…dicen que sólo a los ricos, pero el propio Piketty aclara que su milagroso impuesto es sobre todos los propietarios de algún patrimonio (https://www.carlosrodriguezbraun.com/articulos/piketty/).
Con esta idea, el economista francés recurre a la literatura y, junto con Balzac, utiliza a Jane Austen para probar que la desigualdad, ese terrible mal que nos amenaza, será en el futuro tan tremenda como lo fue en el siglo XIX, un siglo caracterizado por una sociedad jerarquizada, petrificada y socialmente inmóvil. Es decir, apunta Piketty, como la sociedad que retrata Austen. Es puro camelo.
En primer lugar, el siglo XIX no fue como desde el antiliberalismo de izquierdas y derechas se insiste con más entusiasmo que argumentos: la historia económica muestra inequívocamente una mejora de los niveles de vida de los trabajadores desde 1820 en adelante, así como el hecho de que, gracias al capitalismo, la industrialización y la globalización, la desigualdad se redujo drásticamente en Gran Bretaña (y en el resto de Europa occidental) cuando se considera el largo plazo (del siglo XVI en adelante).
Y, para colmo, lo que Piketty dice que Jane Austen dice no es lo que Jane Austen dice. A pesar de las fantasias sobre la suma cero, el mundo que pinta la escritora inglesa no es uno donde la riqueza solo se hereda y disputa, sino que se crea. En sus novelas aparecen empresarios y profesionales de una incipiente clase media: abogados, médicos, comerciantes y hombre de negocios diversos –e incluso mujeres, como la Sra. Goddard en Emma. No son ricos por herencia, pero sí muy respetables, como el Sr. Gardiner, hermano de la Sra. Bennet en Orgullo y prejuicio.
Así como Austen valora el esfuerzo y la responsabilidad de las personas hechas a sí mismas, condena con dureza el despilfarro y la ostentación, como sucede con el Sr. Willoughby en Sentido y sensibilidad, y sobre todo la vanidad de los ociosos aristócratas como sir Walter Elliot en Persuasión, que no cuidan de su hacienda y se endeudan en exceso.
Reivindica Austen el papel de la mujer como persona “racional” (emplea a menudo esta palabra) que aprecia la virtud más que el dinero: sus heroínas se casan por amor, y además consiguen dinero. El propio interés es valorado, aunque no como una virtud señera.
En estas ideas y también en su elogio de la prudencia y el autocontrol está Austen en la línea de Adam Smith, a quien seguramente había leído. Hay ecos de Smith y Burke en su recelo ante la arrogancia de quienes quieren cambiar la sociedad de arriba abajo, y especialmente es smithiana en señalar otra regularidad de la conducta humana que choca con el prejuicio antiliberal de Piketty y de tantos otros: las personas no queremos ser iguales, sino mejores.
(Artículo publicado en Expansión.)