Los empresarios no son los mayores benefactores de la sociedad cuando donan su fortuna sino cuando la crean. Esa creación prueba por sí misma, en efecto, que la sociedad valora lo que el empresario hace. El pensamiento único sostiene lo contrario. De hecho, niega a los empresarios el pan y la sal: si no hacen donaciones, son egoístas, y si las hacen, son hipócritas.
La falsa conciencia es a menudo cultivada por los propios empresarios, que entre la ingenuidad y la cautela procuran seguir los cánones convencionales y no cuestionar un sistema que está montado sobre la explotación de su capacidad generadora de riqueza. Así sucede con los que sucumben al mantra de la “responsabilidad social corporativa”, como si los empresarios fueran en principio irresponsables, y no lo fueran los políticos, burócratas y legisladores. Y también con los que piensan, como Warren Buffet, que está mal que ellos paguen proporcionalmente menos impuestos que sus secretarias, pero no concluyen que lo que estaría bien es reducir los impuestos que pagan sus secretarias.
En párrafo aparte, porque su inmoralidad es flagrante, incluyo a los que no son empresarios sino depredadores: viven de la protección y el subsidio, siempre alegando que sus empresas o sectores son “estratégicos”, y siempre con el lip-service al mercado y la libertad: aseguran que ellos son liberales pero, claro, no hay que ser anarquista, etc. Quieren decir que no hay que quitarles a ellos las subvenciones y demás sinecuras que termina pagando el pueblo.
Esta actitud miserable es tanto más frecuente cuanto más grande, arbitraria e imprevisible sea la intervención pública; por eso abunda más en nuestro país que en Estados Unidos, y por eso allí el Liberty Fund o el Instituto Cato tienen más dinero e influencia que el Juan de Mariana (que el viernes pasado concedió su premio anual al economista Robert Higgs), y por eso en nuestro país no hay ninguna organización con una abultada financiación que defienda realmente a los empresarios y, en cambio, basta que desde la Moncloa chasqueen los dedos para que acudan en tropel muchos empresarios que en una sociedad libre no pondrían allí los pies jamás –el admirable Amancio Ortega fue el único que no asistió a esos saraos corporativistas favoritos de PP y PSOE.
Ninguna donación, ninguna “responsabilidad social corporativa”, preservará a los empresarios de las incursiones punitivas del poder y sus aliados, que sólo se amilanan, acaso, ante quien les hace frente o los seduce, nunca ante quien se rinde: recordemos a los mezquinos sindicalistas que insultaron, hablando de Ortega, a su exmujer, Rosalía Mera, cuando acababa de morir: había empezado su carrera siendo una modesta costurera, para colmo siempre fue de izquierdas, y cuando acumuló su fortuna se volvió, como tantos otros en el mundo de los negocios, una gran filántropa; pero nunca estos indeseables le perdonarán a ninguna persona que tenga la valentía de ser empresaria, nunca.
En cambio, cultivarán la mentira de que el empresario filántropo “devuelve a la sociedad lo que ha ganado”, como si fuera un ladrón.
(Artículo publicado en Expansión.)