Durante unos días hemos recordado a los trabajadores asesinados cuando intentaban huir de la Alemania socialista para llegar a la Alemania capitalista. Algunos recordaron incluso que los comunistas se cobraron la vida de cien millones de trabajadores, a los que mataron a palos, a tiros, de hambre por sus atroces políticas económicas antiliberales, y en terroríficos campos de concentración.
Dentro de poco volveremos a las andadas. Es decir, volveremos a pensar en que lo natural es que la “justicia universal” no sea universal, y jamás investigue, juzgue y condene los crímenes de los comunistas. Y pensaremos que los derechos humanos han sido violados en Guatemala, pero no en Cuba, etc. etc. Y nos parecerá normal que se hayan filmado cientos de películas contrarias al nazismo y poquísimas contra el comunismo.
Todo esto puede desencadenar un gran pesimismo, avalado por las continuas manipulaciones que invitan a atacar lo que tenga que ver con la libertad y sus instituciones, con el capitalismo, el mercado y la propiedad privada. Pero entre tanta mentira, corremos el riesgo de olvidar una verdad luminosa, que me subrayó Juan de Nárdiz: ¿por qué los amigos de la libertad somos a menudo tan pesimistas cuando el muro de Berlín cayó?
Y eso fue lo que pasó, aunque no haya sido masivamente recordado hasta la semana pasada, y no haya sido masivamente esgrimido contra los comunistas que lo edificaron. Pero fue derribado. Bendito sea Dios y que viva la libertad.
(Artículo publicado en La Razón.)