Conocí a Miguel Boyer hace muchos años, a través de nuestro común amigo y maestro Pedro Schwartz. Después tuve la suerte de contar con su apoyo durante mi etapa de director de España Económica, y de coincidir con él en actos académicos, como el encuentro con su admirado sir Karl Popper en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander, del que surgió el libro Encuentro con Karl Popper, que co-edité junto con Fernando Méndez Ibisate y el propio Pedro Schwartz (Alianza, 1993), y en amables reuniones en casas de amigos comunes en Madrid, como Maria Isabel Falabella y Manuel de la Concha, ya fallecido, o en Sotogrande, como Begoña Zunzunegui y Nander Aranguren. Siempre tenía algo interesante que decir, siempre estaba leyendo un libro que valía la pena leer, y siempre tenía un comentario socarrón, ácido y brillante. Desde luego el daño en su cerebro que finalmente ha acabado con su vida no se debió a que no lo había utilizado.
Su inteligencia era tan dinámica como su independencia de criterio, y si él, uno de los pocos socialistas que había en nuestro país realmente de la primera hora, llegaba a comprender que el PSOE ya no le representaba y que se sentía más cerca del PP, pues lo decía y se marchaba al PP o a FAES o a cualquier otro sitio demonizado por sus antiguos compañeros de filas.
Sus simpatías liberales no fueron una adquisición de último momento. Al contrario. En tiempos más recientes, cuando se saludó, y con toda razón, a Esperanza Aguirre por la liberalización de los horarios comerciales en la Comunidad de Madrid, pocos recordaron que esa liberalización ya existió en España: fue establecida en todo el país por el llamado “Decreto Boyer” de 1985.
Gobernaban los socialistas, pero fueron ellos los que, gracias a Solchaga y al propio Boyer, privatizaron empresas públicas a gran escala, liberalizaron parcialmente los alquileres y, como acabo de apuntar, totalmente los horarios comerciales. Fue una gran medida liberal, que duró hasta que en 1993 la mayoría de Felipe González no fue suficiente y el precio que pidió Jordi Pujol, entonces impecable padre de la patria (en fin…), para apoyarlo fue, típicamente, arrasar con la libertad de comercio, y González aceptó, claro (en todas partes cuecen habas: también Aznar aceptó la marginación de Vidal-Quadras en 1996, por la misma razón).
Dos manchas antiliberales afean su gestión, una más económica y otra más política. La más económica fue que él, y todos los socialistas con aprecio por el mercado, no tienen tanto aprecio por el contribuyente, y entonces pueden aplaudir el incremento del gasto público, muy notable en los años de González, y después, con PP y PSOE, al mismo tiempo que defienden el comercio libre y la competencia en el mercado.
La mancha más política, a pesar de su apariencia económica, fue la expropiación de Rumasa. Digo más política porque, aunque efectivamente dañó la economía, en el campo político resultó devastadora. La manipulación del Tribunal Constitucional fue el símbolo de que el poder, entonces en manos socialistas, es capaz de hacer lo que le venga en gana. Aquello de los checks and balances era y es apenas un brindis al sol. Fue la inauguración de la tremenda corrupción del Gobierno socialista. Se lo dije a Miguel varias veces y lo repito ahora: todo lo de Rumasa, no sólo ni principalmente la economía, fue nocivo para la libertad. De todas maneras, los ingenuos biempensantes creímos que nunca los socialistas harían nada peor. Y después vino Zapatero. En fin.
Con los años, las simpatías liberales de Miguel Boyer se mantuvieron y acentuaron, y sólo en la crisis económica se sumó a posiciones intervencionistas, lo que, por cierto, hizo en masa todo el mundo, conservadores y bastantes liberales incluidos.
Descanse en paz, Miguel Boyer, y un saludo afectuoso a su viuda y sus hijos.
(Artículo publicado en La Razón.)