Me acerqué a este libro [Tim Harford, El economista camuflado ataca de nuevo] temiendo comprobar que nunca segundas partes fueron buenas (salvo con El Padrino). En efecto, la primera y sumamente exitosa edición de El economista camuflado no fue más que un diestro resumen del mainstream neoclásico, que respalda el libre comercio de modo puramente instrumental pero que está dispuesto a aceptar casi cualquier recorte a los derechos y libertades de los ciudadanos en aras de la eficiencia y la equidad, y que se mantiene detrás del velo de la inocencia a la hora de analizar la política (abordé el libro en Panfletos Liberales II, LID, 2010, págs. 44-45).
En buena parte de esta segunda entrega, el economista y periodista del Financial Times no osa efectivamente merodear más allá del pensamiento único. Así, por ejemplo, los bancos centrales necesitan imprimir dinero, y gracias a Dios que acabaron con el patrón oro, porque merced a su eliminación fue posible un vigoroso desarrollo económico; la inflación es buena, y conseguiríamos grandes cosas si las autoridades duplicaran su objetivo del 2 % al 4 % anual; el deber del Estado es reanimar la economía, y para eso lo mejor es que aumente el gasto público, porque si baja los impuestos “una parte de lo que no se recauda va a cuentas de ahorro o se gasta en productos importados, dos cosas que no estimulan directamente la economía”. Aplaude todos los topicazos keynesianos: “en épocas de depresión incluso los proyectos tontos pueden ser un acicate para la economía”. No sólo repite ficciones políticamente correctas de este estilo, sino que incluso parece retroceder frente al libro anterior: reconoce que los economistas defienden el libre comercio, pero, como estamos en crisis por falta de demanda, el gobierno debe incentivarla, con lo cual el proteccionismo puede ser bueno. Y pensar que Tim Harford ganó el Premio Bastiat de Periodismo Económico: el viejo don Frédéric debe estar revolviéndose en su tumba de la Iglesia de San Luis de los Franceses en Roma…
Sin embargo, en otros aspectos resulta satisfactorio, además de que escribe bien, se le entiende, y cuenta bonitas anécdotas, como las de Bill Phillips, el neozelandés de la famosa curva. Por ejemplo, sobre el mercado de trabajo dice: “lo que está bastante claro es lo que no funciona: el modelo mediterráneo de España, Italia y Grecia, que ayuda muy poco a la juventud y protege hasta el exceso a los trabajadores indefinidos”. Es de imaginar que lo censurarán muchos que, a pesar del paro tan abrumador y perdurable, todavía siguen creyendo que la limitación de la libertad de contrato es imprescindible para proteger los derechos de los trabajadores.
También critica con acierto Harford falacias caras al pensamiento fofo, como la de que no hay que medir el PIB sino la felicidad: “Bután es objeto de veneración entre los pasmarotes felicistas”. Señala sabiamente: “No nos engañemos: los políticos siempre andan en busca de medidas estadísticas que les hagan quedar bien”.
Rechaza las bobadas sobre los límites del crecimiento y las predicciones apocalípticas sobre lo maléfica que es la riqueza para el clima: en las últimas décadas el crecimiento económico no ha llevado a un aumento del consumo de energía per cápita precisamente en Estados Unidos, Europa y Japón. Y para colmo de bienes, aborda el gran mantra presente de la desigualdad, contra la que se aprestan a “luchar” los políticos de todos los partidos (quitándonos aún más dinero, claro), y concluye que en el mundo la desigualdad disminuye.