Aunque aceptemos las infladas cifras que se propalan por doquier, la desigualdad no es un problema económico, siempre que sea fruto del mercado. Los políticos, en cambio, lo presentan como algo tremendo, y le adjudican consecuencias nefastas: la sociedad está en peligro, se abre una “brecha”, e incluso proclaman que la democracia está amenazada, idea particularmente disparatada cuando lo que hacen los empresarios competitivos es enriquecerse mediante la elección libre de los ciudadanos.
El Estado, supuesto amigo del capitalismo
Una muestra interesante de este pensamiento antiliberal es Thomas Piketty, que recoge la vieja ficción de que el Estado creciente ayuda al capitalismo, y también la nueva “solución” a la desigualdad (vamos, ¿no la adivina?): subir los impuestos a la riqueza…¡con un gravamen mundial! En fin, esto no salvará a la democracia sino al Estado, que podrá seguir con su labor de exprimir a los ciudadanos, inficionándolos además con el camelo de que los crecientes impuestos son en realidad culpa de Amancio Ortega.