La tesis de este libro es muy sencilla: bajar el gasto público está mal. Vamos, que está tan mal que si se baja la gente se muere. Se muere de pobreza, de hambre, de depresión. Y todas son muertes “evitables”. Vamos, es que si no se evitan, no son simples muertes. Si la caída del gasto público provoca desahucios que provocan suicidios, los suicidas en realidad han sido asesinados por los políticos que rebajaron el gasto. Preguntará usted: ¿cómo se puede decir semejante barbaridad? Pues prepárese.
Los autores despotrican contra los gobiernos de España, tanto del PSOE como del PP, alegando que no han atendido a “los intereses de su pueblo”, intereses que, lógicamente, estriban en subir mucho más el gasto público. Como no ha subido lo suficiente, los gobernantes socialistas y populares no han permitido “que la gente decida su propio destino”. De hecho, sólo un político español se salva, sólo uno realmente responde al modelo de progreso: Sánchez Gordillo, el alcalde de Marinaleda. Ahora es cuando usted está tentado de asegurar que no se puede desbarrar más. Pues prepárese.
Una y otra vez se suceden los tópicos del izquierdismo más pueril, empezando por la negativa a considerar que el gasto público pueda tener algún efecto no plausible. De hecho, parece que fuera gratis, que su recaudación no significara nada; apenas hablan de impuestos y cuando lo hacen se limitan al clásico “sobre los ricos”, como si el pueblo trabajador no los pagara, y como si subir los impuestos para financiar el gasto no tuviera consecuencias sobre el bienestar y el empleo de los trabajadores. Las caricaturas son múltiples, desde la idolatría hacia Obama y las autoridades islandesas a la demonización de los gobernantes de España, el Reino Unido o Grecia. Y, por supuesto, los malos malísimos son Thatcher y Reagan. No hay lugar común que no fatiguen, como que el plan Marshall recuperó la economía europea, y el New Deal la norteamericana, o los ajustes fiscales basados en recortes del gasto se asocian con menos crecimiento a largo plazo, afirmaciones muy cuestionables, pero no tan disparatadas como su diagnóstico de la crisis de 1930, que aseguran sin rubor que fue producida por ¡los ricos! Podrá ver usted falacias mercantilistas, como la irrelevancia de la deuda pública porque “todos vamos en el mismo barco”, simplismos keynesianos que aseguran que más gasto público es siempre igual a más empleo (como diría Krugman, “el gasto de una persona es el ingreso de otra”) o que no se puede bajar dicho gasto porque eso “reduce los ingresos de la gente”, como si los impuestos no los redujeran. Y, por fin, después de tantas críticas a la malvada economía de mercado, toca hablar de qué sucede cuando esa economía es suprimida. Prepárese.
No dicen que el comunismo es bueno, eso no. Dicen que fue malo pero insidiosamente dejan la carga de profundidad para mantener el argumento básico de que la libertad es lo realmente dañino. Afirman, atención: “lo peor del comunismo es el poscomunismo”. Me gustaría que se lo pudieran decir a la cara a los millones de trabajadores víctimas del comunismo, que se lo contaran a los rusos, los chinos, los polacos, los checos, los húngaros, etc. A ver si ellos se creerían el cuento de que los muertos son producidos por las políticas económicas de control del gasto público.